ADIVINOS, POETAS Y SOBERANOS DE JUSTICIA EN LA GRECIA ARCAICA
por
Peredur
Peredur
Segunda Parte
Los adivinos en la Grecia Arcaica
Los adivinos en la Grecia Arcaica
Viene de:
http://lotofagos-island.blogspot.com.es/2012/07/los-maestros-de-verdad-y-el-trasfondo_03.html
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Por lo que se refiere al adivino, no cabe duda de que fue
considerado durante la Primera Grecia maestro de Verdad. Ya fuera a través de
la inducción de presagios o por mediación de visiones, sabemos que su palabra
ofrecía al resto de la comunidad el conocimiento de la voluntad divina que, por
lo general, era trascendente al común de los mortales. Respaldado por la
divinidad, Apolo en este caso, la cual le había otorgado su don, el adivino era
capaz de acceder al plano religioso de lo sagrado donde se tejían los destinos
y, por lo tanto, podía descifrar e incluso ver los designios ocultos en la maraña
del presente, retroceder hasta el pasado o anticipar el futuro. El poeta de la Ilíada nos describe con suficiente
detalle las capacidades de uno de estos maestros de Verdad, a quien hemos de
tomar como arquetipo de aquellos adivinos que operaban a través de la inducción
de presagios. Se trata del Testorida Calcante:
«[...] de los agoreros [oionopólon] con mucho el mejor, que conocía [éde] lo que es, lo que iba a ser y lo que había sido, y había guiado a los aqueos con sus naves hasta Ilio gracias a la adivinación [mantosýnen] que le había procurado Febo Apolo»; [Homero, Ilíada, I 69-72].
De hecho, como muestra de su proceder inductivo, en el canto II
de este mismo poema se da a conocer uno de sus vaticinios, según el cual los
aqueos habrían de penar durante no menos de nueve años frente a las puertas de
Troya antes de lograr tomarla. Es Odiseo quien describe la situación ante la
asamblea de los aqueos:
«“Parece que fue ayer o anteayer cuando las naves de los aqueos se unieron en Áulide para traer la ruina de Príamo y los troyanos, y nosotros estábamos alrededor del manantial [krénen] en sacros altares sacrificando en honor de los inmortales cumplidas hecatombes bajo un bello plátano [platanísto] de donde fluía cristalina agua. Entonces apareció un gran portento: una serpiente de lomo rojo intenso, pavorosa, que seguro que el Olímpico en persona sacó a la luz, y que emergió de debajo del altar y se lanzó al plátano. Allí había unos polluelos de gorrión recién nacidos, tiernas criaturas sobre la cimera rama, acurrucados de terror bajo las hojas: eran ocho, y la novena era la madre que había tenido a los hijos. Entonces aquélla los fue devorando entre sus gorjeos lastimeros, y a la madre, que revoloteaba alrededor de sus hijos llena de pena, con sus anillos la prendió del ala mientras piaba alrededor. Tras devorar a los hijos del gorrión y a la propia madre, la hizo muy conspicua el dios que la había hecho aparecer; pues la convirtió en piedra el taimado hijo de Crono. Y nosotros, quietos de pie, admirábamos el suceso. Tan graves prodigios interrumpieron las hecatombes de los dioses. Calcante entonces tomo la palabra y pronunció este vaticinio [theopropéon]: ‘¿Por qué os quedáis suspensos, aqueos, de melenuda cabellera? El providente Zeus nos ha mostrado este elevado portento, tardío en llegar y en cumplirse, cuya gloria nunca perecerá. Igual que esa ha devorado a los hijos del gorrión y a la madre, los ocho, y la novena era la madre que había tenido a los hijos, también nosotros combatiremos allí el mismo número de años y al décimo tomaremos la ciudad, de anchas calles’. Eso es lo que aquél proclamó, y todo se está cumpliendo ahora”»; [Homero, Ilíada, II 303-330].
Reconocemos que se trata esta de una cita quizá demasiado
extensa, por lo que bien hubiéramos podido acortarla o resolverla mediante una
explicación preliminar de la naturaleza del portento. Si hemos decidido
incluirla en su totalidad, esto es, tal y como la hemos presentado, se debe a
que en ella se nos ofrecen algunas de las claves de acceso a los mecanismos de funcionamiento
del pensamiento prefilosófico. Se trata de la disposición que debe adoptar el
escenario donde se ha de propiciar el contacto con lo sagrado, a saber, la
presencia de “sacros altares” en las cercanías de un manantial “de donde fluía cristalina
agua” “bajo un bello plátano”. De hecho, más allá de la pertinencia de este
pasaje, resulta innegable la existencia de cierta dependencia por parte de los
grupos humanos que poblaron el continente europeo durante la Antigüedad
respecto de las aguas que fluían desde la Madre Tierra y el árbol que enterraba
sus raíces en ella, nutriéndose. No es esto, por lo tanto, nada nuevo. Ni es
gratuito, a nuestro juicio, que sea en torno a este escenario donde se produce
el portento que Zeus envía a los aqueos. Portento desde el cual Calcante,
maestro de Verdad, extrae su conocimiento y aporta su palabra verdadera.
Somos conscientes de que la aparición de las aguas y el árbol en
el antiguo poema de la guerra de Troya puede ser considerada por algunos
lectores como algo perfectamente circunstancial que responde, en última
instancia, a su utilidad narrativa. Sin embargo, nada más lejos de la realidad,
pues, repitámoslo, su presencia desempeña un papel fundamental dentro de los
procesos afines al pensamiento prefilosófico indoeuropeo, ya sea este céltico o
griego, como es el caso. En efecto, no debemos olvidar que el lento proceso de
formación de la Primera Grecia se efectúo sobre los sustratos poblacionales micénico
y dorio, entre otros, los cuales, a pesar de involucrarse en el entorno mediterráneo,
nunca llegaron a desprenderse completamente de su identidad indoeuropea. Sea
como fuere, de figurar estos mismos elementos en alguno de los relatos
irlandeses que hemos estudiado en otros escritos no dudaríamos en llamarlos
aguas y árbol sagrados, mostrando así su función simbólica dentro del
pensamiento céltico. Esta afirmación se encuentra en estrecha relación con la
existencia entre los habitantes de la Irlanda pagana de una clase intelectual sólida
que llegó a operar sobre buena parte de los asuntos de la comunidad tribal,
fijando el culto y los ritos de acuerdo al dictamen de su sabiduría druídica;
una clase intelectual centralizada que no llegó a poseer la Primera Grecia, no
al menos a la manera céltica, y cuya inexistencia sobre el escenario panhelénico
bien pudo influir en el proceso de desintegración de determinados aspectos
cultuales y rituales de la herencia indoeuropea. Ahora bien, si tratáramos más
a fondo esta cuestión nos alejaríamos demasiado de nuestro propósito en este
ensayo. Dicho esto, por lo tanto, podemos retomar sin más el análisis que sobre
la figura del adivino veníamos realizando.
Tal como aparece descrito en la cita que introdujimos más
arriba, el arquetipo de adivino que representa Calcante era capaz de acceder al
trasfondo sagrado de la realidad donde se tejían los destinos. Para ello, según
nos confirma el poeta de la Ilíada, Calcante
se servía del don de la inducción que Apolo le había otorgado con el fin de que
pudiera leer correctamente los presagios dispuestos ante él. Para la mentalidad
de las gentes de la Primera Grecia, los presagios pertenecían al plano
trascendente de lo sagrado, pues, a la manera de fenotipos, no eran sino la
impronta de las fuerzas subyacentes que los producían. Así pues, era leyendo
estos presagios, esto es, interpretándolos, como el adivino accedía a la
voluntad de los dioses y revelaba su Verdad. Bajo este paradigma, por lo tanto,
el adivino (mántis) era realmente un intérprete
(prophétes).
En el proceso ritual de adivinación que se llevaba a cabo en
Delfos también debía participar uno de estos intérpretes, no ya mítico, como
Calcante, sino de carne y hueso. Así lo expresa Heráclito [fg. 93 DK] cuando
considera que:
«el señor, cuyo templo adivinatorio [manteîon] es el que está en Delfos, ni dice [oúte légei] ni oculta [oúte krýptei], sino que da señales [allá semaínei]»,
de lo que se desprende que el intérprete era el encargado de aprehender y desvelar estas señales, contenidas en las palabras de la Pitia, la cual había caído previamente en un estado extático que hacía de ella el vehículo de expresión de la voluntad divina. Pues, en efecto, la Pitia venía a estar "entusiasmada", esto es, poseída por el dios (éntheos), "endemoniada" si se quiere. Ahora bien, más allá de la disposición psicológica de aquélla, el ritual previo a esta posesión, al menos según es descrito por Eric R. Dodds en Los griegos y lo irracional, es bastante significativo. Este ritual no conducía fisiológicamente al éxtasis, pero, no cabe duda, propiciaba la autosugestión de la Pitia. Ésta, escribe aquél, «se bañaba, probablemente, en la fuente Castalia,
y quizá bebía de un manantial sagrado». Asimismo, «establecía contacto con el dios mediante su árbol
sagrado, el laurel», sosteniendo en su mano una rama de dicho
árbol. En este ritual, por lo tanto, encontramos de nuevo la presencia de las
aguas y del árbol que anteriormente localizáramos en el pasaje ya citado del
canto II de la Ilíada. Además, en esta ocasión es Dodds, y no sólo nosotros, quien les atribuye caráter sagrado.
Regresando al análisis de la figura y funciones de la Pitia,
debemos tener claro que aunque ésta no estaba en condiciones de dar cuenta del
significado de sus propias palabras, era a ella a quien se tenía realmente como
portavoz de la voluntad trascendente, siendo el intérprete uno más entre sus
asistentes. Según esto, en los oráculos de Apolo, y no sólo en el de Delfos,
era la Pitia quien asumía las funciones del maestro de Verdad que representara
Calcante en la Ilíada, con la
salvedad de que ella misma, afectada por el trance, estaba incapacitada para
desvelar sus propias palabras.
Hasta el momento hemos venido hablando de dos tipos bien
diferenciados de adivinos maestros de Verdad: aquellos que operaban a través de
la adivinación inductiva, de quienes es arquetipo Calcante, y aquellos otros,
como la Pitia, que entraban en contacto con el trasfondo sagrado de la realidad
por mediación de la adivinación extática. Ahora bien, en adición a éstos, la
Primera Grecia conoció un tercer tipo de adivinación: la videncia. En este
caso, el paradigma que ilustra las capacidades de estos videntes ha de ser
localizado en la Odisea, donde Teoclímeno
ofrece a los pretendientes de Penélope la visión del destino que les aguarda:
«“!Desgraciados! ¿Qué mal os aflige? Sumidos en noche vuestros rostros están, las cabezas, las mismas rodillas; el sollozo os abrasa, las caras se os cubren de llanto; las paredes chorrean de sangre, las vigas hermosas; el vestíbulo llenan y pueblan el patio fantasmas que a las sombras se lanzan del Érebo; el sol en el cielo se ha eclipsado, una niebla funesta recúbrelo todo”»; [Homero, Odisea, XX, 351-357].
Y unos versos más abajo:
«“ojos tengo y oídos y tengo dos pies bien servibles y una mente (nóos) por dentro cabal y sin tacha. Con ellos a la calle me iré, porque veo (noéo) el desastre que viene sobre todos vosotros; ninguno podrá desviarlo ni rehuirlo entre tanto galán como en casa de Ulises el divino insultáis a los hombres tramando maldades”»; [Homero, Odisea, XX, 365-370].
Sobre este pasaje, así como sobre este tipo concreto de arte
adivinatoria que opera a través de las visiones, Dodds ha señalado su similitud
«con el simbolismo de la visión céltica» y
ha afirmando que «parece demasiado próximo para ser
considerado accidental». Sea como fuere, para nosotros es suficiente con saber que estos videntes se encuentran
en la línea de la adivinación por inducción y la adivinación extática; es
decir, su don, el de Teoclímeno, es tan divino como el de Calcante o la Pitia,
siendo su palabra igualmente verdadera. De hecho, algunos autores han señalado
el parecido existente entre el modo de operar de estos videntes y el de la
inspiración poética, donde, como veremos en la tercera parte de este escrito, la palabra certera dependía
en última instancia de la gracia otorgada por las Musas. Sin embargo, y a pesar
de esta similitud, durante la Primera Grecia las competencias del vidente y del
poeta fueron irreconciliables, lo que no sucedió necesariamente entre los
celtas irlandeses.
Continúa en:
E. R. Dodds, Los griegos y lo irracional, Alianza.
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