lunes, 20 de junio de 2022

Los celtas e Irlanda

MIS ENSAYOS
LOS CELTAS E IRLANDA
por
Raúl Garrobo Robles
El presente texto forma parte del ensayo El druida, el rey y la soberanía sagrada. Aspectos míticos del antiguo pensamiento céltico irlandés a través del espejo de la primera Grecia, publicado por Eikasía. Revista de filosofía (número 17, Oviedo, marzo de 2008), y puede ser consultado en el siguiente enlace:

El "gálata moribundo". Copia romana en mármol de una estatua helenística de bronce erigida por Átalo I de Pérgamo en el siglo III a.C. tras su triunfo sobre los gálatas de Asia Menor. El guerrero, completamente desnudo ─a excepción del torque que luce en torno al cuello─, encarna con viveza la representación clásica de los celtas en batalla.

A pesar del largo período de tiempo transcurrido desde que en la segunda mitad del siglo XIX las ciencias históricas se aplicaran a desvelar el origen y evolución de los distintos pueblos célticos, todavía hoy hemos de enfrentarnos a un gran número de lagunas que nos impiden recorrer de manera lineal y sin interrupciones el devenir de estas gentes desde sus oscuros inicios hasta el momento en el que los primeros documentos escritos, redactados por griegos y romanos, comienzan a hacer mención de ellos. De hecho, es posible que jamás lleguemos a localizar las piezas que nos faltan. Mas no todo ha de ser resignación, pues, gracias a los esfuerzos realizados por las distintas generaciones de investigadores que sobre estos asuntos han venido trabajando, gracias a estos eruditos cuyos nombres pueblan los libros que reposan bajo gruesas capas de polvo en los sótanos de las bibliotecas, algo se ha avanzado, sin duda, y nuestra ignorancia, aunque persiste en muchos aspectos, no es ya la misma que a comienzos de la “edad dorada” de la investigación céltica a finales del siglo XIX y comienzos del XX. Aun así, a pesar de que los senderos que nos conducen a los antiguos celtas se encuentran ahora más despejados, quien desee en nuestro tiempo abordar estas cuestiones habrá de adoptar la misma prudencia que en su día exhibieron los investigadores mencionados, pues la misma celtomanía viene a enturbiar hoy como ayer el estudio riguroso de estos asuntos.

Francisco Marco Simón, Los celtas, Historia 16, Madrid, 1999.

El origen de los celtas, al igual que el de buena parte del resto de los pueblos indoeuropeos, se remonta, hasta donde sabemos, a la prehistoria del viejo continente. Para dar cuenta de este hecho, los investigadores se sirven de los conocimientos que tanto la arqueología como la lingüística ponen a su alcance, así como de cualesquiera otros que puedan ayudar a arrojar algo de luz sobre el pasado céltico más remoto. Pues, en efecto, los datos de que se disponen son en muchas ocasiones escasos e insuficientes, lo que hace absolutamente necesario complementarlos con aquellos otros facilitados, por ejemplo, por la antropología o la mitología comparada. Debido exclusivamente a esta insuficiencia de las investigaciones, no todos los autores se aventuran a hablar estrictamente de celtas con anterioridad al final de la Primera Edad del Hierro, esto es, antes del siglo V a.C. Tal es el caso, por ejemplo, de Venceslas Kruta, para quien «la atribución a grupos étnicos de las culturas arqueológicas de la Europa bárbara sigue siendo totalmente hipotética antes de fines de la Primera Edad del Hierro». De hecho, todavía a mediados del siglo XX los arqueólogos e historiadores consideraban como célticos a los pueblos centroeuropeos de la Edad del Bronce que enterraban a sus muertos en túmulos. Incluso se creyó ver a los celtas en los pueblos que se extendieron durante los siglos XIV a IX a.C. desde Europa central hasta la península Ibérica y que nos son conocidos principalmente por su costumbre de incinerar los cuerpos de los difuntos y enterrar las cenizas en urnas de cerámica. Hoy sabemos que en ninguno de estos dos grupos se puede reconocer estrictamente a los celtas. Muy probablemente existieron elementos célticos, tanto poblacionales como culturales, entre las gentes de los túmulos y las de los campos de urnas, pero en ningún caso los datos de que disponemos nos permiten hablar de tribus célticas antes del siglo V a.C.

Venceslas Kruta, Los celtas, con un apéndice sobre los celtas de la península Ibérica a cargo de Guadalupe López Monteagudo, Edaf, Madrid, 2002.

Con anterioridad a su máximo período de expansión en los siglos IV y III a.C., sabemos que los celtas poblaban Centroeuropa desde el alto Danubio hasta el Loira. Fue éste un período de prosperidad que condujo a un aumento de la población, el cual desembocó en las invasiones de los siglos anteriormente citados. Como ha señalado Kruta, estos movimientos de población no fueron migraciones, es decir, no supusieron el abandono de la tierra patria. Fueron, más bien, procesos de colonización y de expansión que condujeron a los celtas hacia regiones diversas del continente europeo. Debemos rechazar, por lo tanto, la idea preconcebida de unas migraciones motivadas por la presión territorial ejercida por los germanos desde el norte y los romanos desde el sur. Este efecto de yunque y martillo es posterior en el tiempo y corresponde principalmente al siglo I a.C., como atestigua el relato de César sobre la migración helvética, en el que se describe a todo un pueblo preparándose para abandonar su territorio ancestral y no regresar. Durante los siglos IV y III a.C, lejos de abandonar sus tierras, los celtas ampliaron sus territorios entrando en conflicto directo con sus grandes rivales del Mediterráneo, a cuyos ojos, desde entonces, no pasaron desapercibidos, según se observa en las muchas citas y comentarios que, sobre los celtas, se pueden extraer de las obras grecorromanas.

Giuseppe Zecchini, Los druidas y la oposición de los celtas a Roma, Aldebarán, Madrid, 2002.

Uno de los aspectos en el que los especialistas se pusieron de acuerdo ya hace tiempo es el de clasificar a los celtas no sólo por su evolución histórica y sus rasgos culturales, sino también, muy importante, en función de las características de sus respectivas lenguas, a saber, la goidélica y la britónica. Como resultado, dos son los grupos célticos que hemos de distinguir: los goidelos y los bretones. Ambos grupos emigraron a las islas occidentales desde el continente europeo, sin embargo, si seguimos la opinión de Henri Hubert, los goidelos hubieron de alcanzarlas mucho antes que el grupo britónico, el cual lo hizo durante la Segunda Edad del Hierro. Además, si en Gran Bretaña los goidelos fueron absorbidos por el empuje de la cultura britónica, no ocurrió lo mismo en Irlanda, donde la población céltica más antigua logró preservar buena parte de su identidad ante el avance de sus parientes. Ésta es una de las causas por las que la sociedad céltica que nos describe la literatura irlandesa de tradición oral se asemeja a la griega homérica, pues ambas responden en última instancia a grupos humanos que aún se encontraban ligados en cierto modo a la Edad del Hierro e, incluso, a la del Bronce.

Henri Hubert, Los celtas y la civilización céltica, Akal, Madrid, 2000.

Tras el ascenso militar de Roma en las regiones continentales, sólo los celtas de las islas de Gran Bretaña y de Irlanda lograron mantener su identidad cultural. De hecho, a pesar de la llegada del cristianismo a sus tierras y el control romano de buena parte de la isla de Bretaña, la cultura y costumbres de los bretones y los goidelos se mantuvieron a salvo. Fueron las invasiones bárbaras sobre las islas las que pusieron fin a la pervivencia céltica en los territorios de la actual Inglaterra. Aun así, en ciertas zonas de Escocia y Gales, así como en otras de la Bretaña Armoricana, el espíritu céltico ha sobrevivido, más o menos inalterado, hasta nuestros días, mientras que en Irlanda, por su parte, nunca ha desaparecido.

Jean Markale, Los celtas y la civilización céltica. Mito e historia, Taurus, Barcelona, 1992.

No cabe duda, la localización geográfica de Irlanda fue la que preservó a la isla del grueso de los procesos de fluctuación que se produjeron sobre las diversas identidades culturales de raíz indoeuropea en el occidente continental desde la aparición de la potencia militar romana hasta la desintegración del Imperio y la formación de los distintos reinos medievales. Con el propósito de ilustrar esta afirmación se suele decir de Irlanda que nunca fue romanizada, aunque sí cristianizada. Sin embargo, si seguimos a Jean Markale, las características del cristianismo que floreció en la isla desde que San Patricio se encargara de iniciar su conversión allá por el siglo V d.C., a pesar de la pertenencia a la institución episcopal por parte del santo, encauzaron en una vertiente monacal de evolución propia que terminó por diferir sensiblemente de las maneras romanas. De hecho, fueron las características de este cristianismo céltico las que preservaron intacta, salvó mínimas variaciones, buena parte de la riquísima tradición oral vinculada a la iletrada población irlandesa de la Edad de los Metales; una tradición oral que sólo tras la adopción del cristianismo fue puesta por escrito en los monasterios irlandeses medievales, cuando la clase druídica, y con ella su máxima de prohibir la escritura, había quedado ya desplazada en favor del clero cristiano.

Jean Markale, El cristianismo celta. Orígenes y huellas de una espiritualidad perdida, Jose. J. de Olañeta, Palma de Mallorca, 2001.
 
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domingo, 12 de junio de 2022

La literatura irlandesa altomedieval de tradición oral

MIS ENSAYOS
LA LITERATURA IRLANDESA ALTOMEDIEVAL DE TRADICIÓN ORAL
por
Raúl Garrobo Robles
El presente texto forma parte del ensayo El druida, el rey y la soberanía sagrada. Aspectos míticos del antiguo pensamiento céltico irlandés a través del espejo de la primera Grecia, publicado por Eikasía. Revista de filosofía (número 17, Oviedo, marzo de 2008), y puede ser consultado en el siguiente enlace:

El papel desempeñado por el cristianismo en Irlanda fue decisivo en lo que respecta a la dirección de los cambios que se produjeron en la isla. En poco tiempo los celtas dejaron de ser una población iletrada, de costumbres y creencias paganas, para convertirse a la nueva religión que triunfaba en el este y adoptar la escritura. Como consecuencia, según fueron renunciando a su oralidad, los primeros irlandeses en aceptar el cristianismo fueron también los primeros en alfabetizarse, hasta el punto de que ellos mismos se reunieron para erigir pequeños núcleos monásticos, básicamente aldeas, en los que habrían de desplegar sus habilidades intelectuales ligadas a la escritura. «Tan despreocupados sobre la ortodoxia del pensamiento como despreocupados estaban por la uniformidad de las prácticas monásticas» ─escribe Thomas Cahill─ «los monjes introdujeron en sus bibliotecas todo lo que les caía en las manos. Tomaron la resolución de no dejar fuera nada. No eran para ellos los escrúpulos de san Jerónimo, que temía acabar ardiendo en el infierno si leía a Cicerón. Una vez supieron leer los evangelios y los demás textos de la sagrada Biblia, las vidas de los mártires y de los ascetas, y los sermones y los comentarios de los padres de la Iglesia, empezaron a devorar toda la antigua literatura griega y latina que se les ponía por delante». Fue esta temprana vocación por la cultura y las lenguas clásicas la que les llevó a copiar una y otra vez las obras grecorromanas de la Antigüedad salvándolas de la oscuridad que por entonces cubría las regiones continentales de Europa. Llegaron incluso a traducir algunas de ellas a su propia lengua céltica. Pero, sobre todo, lejos de seguir las directrices que, desde Roma, se extendían sobre el resto de las circunscripciones episcopales, los monjes irlandeses no renunciaron a poner por escrito su propia literatura pagana de tradición oral. Por ello, gracias al apego que en su día mostraron por su patrimonio cultural, actualmente podemos disfrutar de la literatura vernácula europea más antigua que haya sobrevivido, la cual, a la manera de los poemas de Homero, nos permite contemplar el remoto escenario donde se fraguó buena parte de nuestro pasado europeo.

Thomas Cahill, De cómo los irlandeses salvaron la civilización. La historia nunca contada de cómo los irlandeses copiaron y salvaron los manuscritos clásicos, Debate, Madrid, 1998.

Cuán dura y tediosa debió ser en ocasiones la tarea de estos monjes-escribas lo podemos entrever en muchas de sus glosas, algunas de las cuales constituyen verdaderas piezas maestras de la lírica irlandesa, como es el caso del siguiente poema de finales del siglo VIII o principios del IX compuesto sin duda por uno de los muchos monjes de la isla que asumieron sobre sí la tarea de extender el monacato irlandés en el continente:
«El blanco Pangur y yo
ejercemos cada uno nuestro oficio:
él pone atención en cazar,
yo pongo atención en mi arte.
Yo prefiero, antes que la fama,
ponerme aplicado en mi libro;
el blanco Pangur no me envidia,
prefiere su juego de niños.
Cuando –siempre la misma historia–
estamos solos en casa,
tenemos en qué ocupar nuestro ingenio,
cada uno en un juego interminable.
A menudo, tras reñidos combates,
un ratón cae entre sus redes;
por lo que a mí respecta, cae en mi red
una difícil ley de intrincado sentido.
Él dirige sus claros ojos, perfectos,
a los muros de alrededor;
yo dirijo a la honda sabiduría
mis límpidos ojos cansados.
Se alegra, con ágil movimiento,
cuando un ratón se prende de su zarpa;
si entiendo algo difícil que me gusta,
también yo mucho me alegro.
Aunque estemos así siempre,
ninguno estorba al otro:
gusta a cada uno su oficio,
disfrutamos uno y otro con ellos.
Él es el solo señor
del trabajo que hace cada día;
a comprender bien lo que es difícil
dedico yo mi trabajo».
Según nos transmite el poema, el prolongado trabajo en el scriptorium debió exigir de estos monjes una gran dedicación hacia las letras y lo que éstas podían transmitir, pues sólo amando su tarea en el día a día pudieron recoger por escrito la gran variedad de poesía, canciones, proverbios, genealogías y tradiciones locales que aparecen en los manuscritos, ya como piezas independientes, ya insertas en programas narrativos de mayor amplitud. Sin embargo, más allá de esta literatura a la que, a falta de mejor término, llamaremos “menor”, la verdadera riqueza literaria de los manuscritos irlandeses, no cabe duda, se localiza en su relatos mitológicos y legendarios, los cuales, a pesar de que en algunas ocasiones fueron puestos por escrito en fecha bastante tardía, recogen y conforman la auténtica herencia céltica irlandesa.

Antiguos poemas irlandeses, selección y traducción de Antonio Rivero Taravillo, Gredos, Madrid, 2001. 

Los principales manuscritos medievales irlandeses que incorporan las leyendas de los dioses y héroes de la isla, tanto por su antigüedad como por la riqueza de su contenido, son el Lebor na hUídre (Libro de la vaca parda), que data de principios del siglo XII d. C., y el Lebor Laignech (Libro de Leinster), de mediados del mismo siglo. Estas fechas ─repitámoslo─ sólo indican el momento en el que cada códice fue redactado, lo que ha llevado a los especialistas a suponer una antigüedad mucho mayor para los relatos que aparecen en los manuscritos, ofreciendo criterios que vinculan esta literatura con formas culturales propias de la Edad del Hierro. Estos criterios se apoyan, en primer lugar, en el análisis de la lengua reflejada en los códices, así como en el estudio del carácter oral de la composición y transmisión de los relatos en relación con los diversos momentos en los que éstos fueron puestos por escrito. Además, por norma general disponemos de varios fragmentos de distintas versiones de cada relato, donde cada una de ellas presenta pequeñas variaciones lingüísticas y de contenido, lo que ha llevado a los eruditos a afirmar la pervivencia de una misma historia o leyenda a lo largo de los siglos y su reiterada puesta por escrito, ya bien desde la propia tradición oral o desde otra versión manuscrita preexistente. En segundo lugar, los especialistas comparan el contenido de los relatos con los restos materiales de la Irlanda pagana que aporta la arqueología. Por todo ello, como resultado de las investigaciones, muchos especialistas no han dudado en afirmar que el mundo que aparece reflejado en los relatos de los manuscritos pertenece en esencia a la Edad del Hierro irlandesa (la cual se prolonga hasta el siglo IV d. C.) o, al menos, a los primeros siglos de la Alta Edad Media (siglos V-VII d. C.).

Aspects of the Táin, con ensayos de Patricia Kelly, J. P. Mallory y Ruairí Ó hUiginn, December Publications, Belfast, 1992.

El conjunto de las antiguas leyendas irlandesas ha sido agrupado por los comentaristas actuales en cuatro grandes ciclos a la manera de la antigua literatura griega, en la que se suele distinguir, por ejemplo, el Ciclo de Troya respecto del tebano, y éstos, a su vez, de composiciones teogónicas como la de Hesíodo. Como es natural, los propios poetas irlandeses nada sabían de la existencia de estos ciclos, pues ellos distinguían cada una de las composiciones que debían memorizar en función de su temática interna, que era independiente del trasfondo del relato.

Myles Dillon, Early Irish literature, The University of Chicago Press, Chicago, 1948.

Por lo que se refiere a la división contemporánea de estas leyendas en ciclos, cuatro son los que se reconocen normalmente. Veámoslos.

El primero de ellos es el Ciclo Mitológico, donde se narran algunos de los conflictos bélicos que se dieron en la Irlanda primordial a raíz de las diferentes invasiones que sufrió la isla por parte de diversos pueblos, entre ellos las famosas Túatha Dé Danann (tribus de la diosa Dana), hasta la llegada de los goidelos. También se incluyen en este ciclo los immrama, esto es, las navegaciones a las que determinados personajes o héroes se sometían hasta alcanzar el Otro Mundo irlandés. Por lo demás, algunos de los relatos más destacables de este ciclo son el Leabhar Gabhála (El libro de las invasiones), el Cath Maige Tuired (La segunda batalla de Mag Tuired) o el Imram Brain (La navegación de Bran).

El segundo de los cuatro grandes ciclos irlandeses es el del Ulster, el cual recoge las hazañas bélicas del héroe Cú Chulainn y del resto de paladines ulates durante el gobierno del rey Conchobar sobre la provincia del Ulster, constantemente enemistada con el resto de las provincias irlandesas. Dentro de este ciclo destaca por encima de todos los demás relatos la Táin Bó Cúailnge (El robo del toro de Cooley), aunque la Mesca Ulad (La embriaguez de los ulates), el Serglige Con Culainn (La postración de Cú Chulainn) o la Fled Bricrend (El festín de Bricriu) también son reseñables.

El tercer gran grupo de leyendas se recoge en el Ciclo de Leinster, también conocido como Ciclo de Finn o Ciclo Osiánico. En estos relatos se narran las aventuras del gran héroe Finn mac Cumaill y su grupo de guerreros, los fíanna. En este caso, la pieza más importante de este ciclo es la Acallam na Senórach (La conversación de los ancianos), aunque existen otros muchos relatos de gran interés.

Por último, el Ciclo de los Reyes conforma el cuarto de estos grupos de leyendas. El conjunto de sus relatos es conocido también como el Ciclo Histórico, pues en él se recogen varios relatos protagonizados por personajes, reyes en su mayoría, que poseen cierto trasfondo histórico. Entre los relatos de este ciclo destaca la bellísima Togail Bruidne Dá Derga (El ataque a la casa de huéspedes de Dá Derga), ─sin duda alguna una de nuestras leyendas favoritas─.

Jean Markale, La epopeya celta en Irlanda, Júcar, Madrid, 1975.

Al agrupar estas leyendas en ciclos, los especialistas han facilitado el acceso por parte del gran público a la literatura irlandesa de tradición oral, favoreciendo la comprensión del complejo edificio mitológico y legendario que crearan los antiguos habitantes de la isla. Sin embargo, a los poetas irlandeses no se les pasó por la cabeza el clasificar sus relatos de esta manera, pues hemos de suponer que eran conscientes de que el resto de la población conocía perfectamente los nombres de sus dioses y héroes legendarios. En su lugar, independientemente del trasfondo de los diferentes relatos, ya giraran éstos en torno a una determinada provincia o héroe, los antiguos poetas los agruparon en función de su temática, lo que dio como resultado un número muy elevado de arquetipos o series narrativas a memorizar. 

Alwyn & Brinley Rees, Celtic heritage. Ancient tradition in Ireland and Wales, Thames and Hudson, Londres, 1998.

Sabemos que para alcanzar el máximo grado dentro del grupo de los poetas, los miembros de la clase intelectual druídica debían conocer 350 historias agrupadas en no menos de diecinueve series argumentales. Con el objeto de ilustrar perfectamente la riqueza de la literatura mitológica y heroica irlandesa, es nuestra intención enumerar a continuación el nombre de cada una de estas series, pues, de hecho, éstas nos son conocidas gracias a dos listas incluidas en manuscritos que probablemente se remontan a un original del siglo X d. C. Las diferentes series, reunidas desde las listas conocidas como A y B, son las togla (ataques), las tána (incursiones a provincias vecinas para adueñarse del ganado), los tochmarca (galanteos para cortejar a una mujer), los catha (batallas), los uatha (escondrijos con objeto de ocultarse), los immrama (navegaciones), las oitte (muertes violentas), las fessa (festines), las forbassa (asedios), las echtrai (salidas en búsqueda de aventuras), los aithid (fugas de amantes), los airgne (asesinatos), los tomadma (inundaciones), las físi (visiones), las serca (amores), las sluagid (expediciones militares), las tochomlada (invasiones), las coimperta (concepciones y nacimientos) y, en último lugar, los buili (enloquecimientos).

Myles Dillon, Early Irish literature, The University of Chicago Press, Chicago, 1948.

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