miércoles, 4 de julio de 2012

Los poetas en la Grecia Arcaica

ADIVINOS, POETAS Y SOBERANOS DE JUSTICIA EN LA GRECIA ARCAICA
por
Peredur

Tercera Parte
Los poetas en la Grecia Arcaica

Viene de:
http://www.lotofagos-island.blogspot.com.es/2012/07/adivinos.html

Dejando a un lado a los adivinos, cabe ahora introducirnos en la figura del segundo de los tres tipos de maestros de Verdad cuyo examen nos hemos propuesto llevar a cabo en estas líneas. Esta figura no es otra que la formada por los poetas, a quienes debemos considerar como los encargados de mantener la memoria ancestral de la comunidad. Mas no debemos entender ésta como una memoria convencional, esto es, como una memoria histórica que busca reconstruir el pasado desde una perspectiva temporal, sino como una memoria sagrada, en tanto que la palabra que brota de ella viene a incidir tanto en el ordenamiento de la comunidad (la cual se reafirma a sí misma en torno a sus tradiciones ancestrales y sagradas) como en el del cosmos (cuya armonía habría de favorecer). La palabra del poeta, por lo tanto, debe entenderse ante todo como palabra sagrada y verdadera. Los muchos ejemplos que pueden ser localizados en la literatura de la Primera Grecia así lo muestran, como ocurre, por ejemplo, cuando Odiseo se dirige al poeta de los feacios:
«!Oh Demódoco! Téngote en más que a ningún otro hombre, ya te haya enseñado la Musa nacida de Zeus o ya Apolo, pues cantas tan bien lo ocurrido a los dánaos, sus trabajos, sus penas, su largo afanar, cual si hubieras encontrádote allí o escuchado a un testigo»; [Homero, Odisea, VIII, 487-491].
Ahora bien, en los versos que acabamos de citar no queda expresado claramente cuál es el origen del don que disfruta Demódoco, pues Odiseo no es capaz de identificar con certeza la fuente de los conocimientos del aedo y duda entre Apolo y las Musas. Sin embargo, a pesar de ello, en términos generales no cabe duda de que en la Grecia Arcaica la inspiración poética se atribuía a las Musas, quienes, a la manera de la visión que Apolo otorgaba a los adivinos, conocían:
«el presente, el pasado y el porvenir»; [Hesíodo, Teogonía, 38].
Y de ahí la confusión que el poeta de la Odisea pone en boca de su protagonista. No obstante, y para ser precisos, Odiseo no menciona exactamente a las Musas, sino a la Musa, de la cual dice que es hija de Zeus. Y, en efecto, según Hesíodo, de la unión entre el dios supremo y la titánica hermana de Cronos y Océano, Mnemósyne, nacieron las nueve Musas conocidas como Clío, Euterpe, Talía, Melpómene, Terpsícore, Erato, Polimnia, Urania y Calíope. Mas no parece quedar claro si todas éstas son las encargadas de inspirar el canto de los poetas o tan sólo una de ellas. De hecho, hemos constatado que mientras que en la Ilíada se alude por norma general al conjunto de las Musas en relación a la inspiración poética, en la Odisea, por su parte, es la Musa, en singular, la que toma el lugar de todo el grupo. Si esta Musa no es otra que Calíope o cualquiera de sus hermanas, no lo podemos afirmar con certeza. Además, como apunta Jean-Pierre Vernant, más bien podría tratarse de Mnemósyne, la  «madre de las Musas cuyo coro dirige y con las cuales, a veces, se confunde» , la cual desempeña un papel tanto o más importante que el de sus hijas dentro del pensamiento religioso de la Primera Grecia en lo que concierne a la memoria y la palabra verdaderas del poeta. Pues, en efecto, Mnemósyne no es sino la diosa de la memoria, cuya sacralización, dentro de una sociedad oral como lo fue la griega entre los siglos XII y VIII a.C., no debe extrañarnos. En tal caso, en una sociedad como ésta, parece probable que la omnisciencia poética provenía en última instancia de la potencia religiosa fundada en Mnemósyne, mientras que sus hijas, las Musas, se limitaban a los diversos aspectos de la palabra cantada. De ahí que el poeta acudiera a estas últimas, pero especialmente a su madre, Mnemósyne (la Memoria), para acceder directamente, a través de una visión personal como la del adivino, a los acontecimientos por él evocados, los cuales, en última instancia, no dejaban de ser revelaciones verdaderas.

Más allá de su posición como maestros de Verdad, e incluso más allá de su tarea de celebrar tanto a los dioses inmortales como las hazañas de los hombres, gracias a Eric A. Havelock sabemos que los poetas hubieron de desempeñar otra función no menos importante que la anteriormente citada, a saber, la de constituirse en auténticas “enciclopedias” ambulantes de la paideía griega primitiva (aquella inmediatamente anterior al desarrollo y fortalecimiento de la pólis y de la escritura). En este sentido, además de centrarse en el entretenimiento del auditorio, la poesía debió ser durante la Primera Grecia una herramienta didáctica al servicio de la tradición. Es decir, justificada su existencia dentro de una cultura oral, debió cumplir las funciones de recoger, describir y transmitir los modelos de comportamiento, tanto sociales como personales, a los que se atenía la comunidad y desde los cuales ésta reforzaba su cohesión. Según esto, poemas como la Ilíada y la Odisea pueden y deben entenderse a la manera de auténticos compendios culturales donde se daba constancia, entre otras realidades, del trasfondo religioso del pensamiento de la época. En sus versos, en tal caso, las actividades en torno a la Verdad de la palabra desarrolladas por figuras míticas como Calcante o Demódoco no se incluían de manera gratuita, es decir, no respondían en último término a lo que nosotros llamamos el genio del artista, sino al deseo inconsciente de reflejar la realidad de lo que se tenía comúnmente por sabiduría de origen divino.

Ahora bien, siendo la palabra de los poetas la materialización de una potencia religiosa, es muy probable que sus funciones, lejos de detenerse en el entretenimiento del auditorio y en el cometido de perpetuar la memoria de la comunidad, estuvieran relacionadas en sus orígenes con algún tipo de ocupación litúrgica ligada al plano religioso de lo sagrado. Así debió de ocurrir, al menos, entre los pobladores de la Grecia Micénica, donde, como nos recuerda Marcel Detienne, «es posible que el poeta haya tenido la función de celebrante, de acólito de la soberanía, encargado de colaborar en la ordenación del mundo». Más aún, este mismo aspecto de la recitación poética como palabra eficaz capaz de operar sobre el ordenamiento del cosmos puede ser localizado también en Oriente Próximo, por lo que algunos autores han creído posible establecer un vínculo entre las religiones mesopotámica, micénica y griega. Pues, ¿por qué no habría el pueblo que conformó la Primera Grecia, a pesar de su reconocida herencia indoeuropea, hundir su pasado en ciertas tradiciones del Mediterráneo e incluso del Oriente Próximo? Veamos, por lo tanto, qué puede decirnos sobre estas cuestiones el estudio de las creencias minoico-micénica y mesopotámica.

Para empezar, sabemos que los habitantes que poblaron la región comprendida entre los ríos Tigris y Éufrates conferían gran importancia a los cambios estacionales, los cuales, al contrario de lo que sucedía en Egipto, eran completamente imprevisibles y en ocasiones conllevaban auténticas catástrofes. De ahí que, cada año nuevo, durante el periodo que abría el ciclo anual y que, por lo tanto, se creía que determinaba la prosperidad de la región durante los siguientes meses, se llevara a cabo un festival religioso propiciatorio en el que el cuarto día se recitaba, debido al poder eficaz de su lectura, el poema de la creación conocido como Enuma elish, donde se narraba el ordenamiento del mundo al principio de los tiempos y la victoria de los dioses sobre las fuerzas del caos que amenazaban con la regresión. El objetivo de estas composiciones era el de operar e interceder, a través de su recitado litúrgico, en el trasfondo sagrado de la realidad que determinaba la armonía del cosmos y de la sociedad humana integrada en él. Hasta qué punto los textos de las tablillas podían actuar sobre los asuntos humanos aparece expresado directamente en los últimos versos de algunas de estas creaciones poético-religiosas. Tal es el caso de la composición conocida como Poema de Erra, donde el autor, inmediatamente antes de finalizar su obra, viene a expresar el poder eficaz del poema, el cual, entre otros beneficios, era capaz de preservar del mal a aquellos que guardaran una copia en su hogar:
«En la casa donde esta tablilla está depositada, aunque Erra se enoje y los Sibitti perpetren la muerte, la espada de la destrucción no se le acercara y se le garantizará la paz»; [Poema de Erra, tablilla V, 57].
Por su parte, en el ya citado Enuma elish, antes de concluir la última tablilla, parece afirmarse que al recitar el poema no sólo se conseguía preservar la memoria del dios, sino que, con ello, también se promovía la prosperidad del reino.

En un medio tan profundamente religioso como lo fue el formado por los distintos Estados mesopotámicos, donde el poder institucional de las comunidades sacerdotales vinculadas a los templos se extendía sobre el resto de la población, tenemos suficientes motivos para creer que este tipo de obras poético-religiosas fueron compuestas y redactadas por el propio sacerdocio. Si esto fue así, y no hay razones para dudar de ello, estamos en mejor disposición para entender por qué el sacerdote cualificado para la composición poética llegó a creer que las palabras que afluían a su mente respondían en última instancia a la revelación que la divinidad le hacía llegar. Estando al servicio tanto de los dioses como de la sociedad humana, esto es, sabiéndose intermediarios del proceso que integraba la naturaleza y la sociedad, parece lógico que estos sacerdotes creyeran que era la propia divinidad quien se ponía en contacto con ellos para revelarles su voluntad, inaccesible al común de los mortales. Así lo expresa, al menos, el que se dice autor del Poema de Erra, el cual debió ser muy probablemente un sacerdote vinculado al templo del dios Marduk o bien al del propio Erra:
«En el transcurso de la noche (un dios / Ishum) le hizo la revelación (y) cuando en la mañana lo recitó, nada omitió. Ni una sola línea añadió de más»; [Poema de Erra, tablilla V, 43-44].
Cabe destacar, por lo tanto, las similitudes entre la inspiración poética que aparece en este último texto y la de los maestros de Verdad griegos. Pues, en efecto, a pesar de que en el escenario mesopotámico la divinidad se ponía en contacto con el poeta a través del sueño que traía la noche, en ambos casos la verdad les era revelada directamente desde el plano trascendente de lo sagrado; es decir, tanto en Grecia como en Mesopotamia se trataba de una revelación. Si esta semejanza, en concreto, se debe a la existencia de una vía de conexión entre ambos escenarios es algo que no podemos asegurar. No porque tal vía no existiera, que no es el caso, sino porque los datos de que disponemos son insuficientes para apoyar dicha afirmación. Aun así, la existencia de contactos entre el Cercano Oriente y el entorno minoico-micénico es suficientemente conocida, lo que ha llevado a algunos autores a suponer la presencia entre los micenios de un grupo de poetas-sacerdotes que dispondrían básicamente de las mismas funciones religiosas que sus homólogos mesopotamios. Así sucede, por ejemplo, con Marcel Detienne, quien considera «posible trasladar a la civilización micénica los caracteres tradicionales de la poesía religiosa [mesopotámica] y, en primer lugar, el tipo de palabra mágico-religiosa fundada en la memoria».

Sabemos que en torno al siglo XV a.C. la civilización micénica llegó a dominar la isla de Creta hasta el punto de asumir las redes de comunicación que aquélla había establecido con el Mediterráneo Oriental y el Próximo Oriente. De hecho, es muy posible que a través de estos contactos los micenios adoptaran parte de la cultura y maneras orientales. Tal es el caso de la existencia entre ellos de la escritura silábica conocida como lineal B, la cual no había sido inventada para transcribir el griego micénico. Sin embargo, mucho más significativa que esta escritura es la presencia entre los micenios de una figura real, el wa-na-ka (ánax, según la posterior transcripción griega), el cual posiblemente asumía sobre sí las funciones de la soberanía sagrada a la manera de los gobernantes mesopotámicos. Por todo ello, aunque fundamentalmente por la existencia durante la Primera Grecia de una composición como la Teogonía de Hesíodo, nos inclinamos a pensar, junto con Detienne, que en el escenario micénico, al  igual que en Mesopotamia, también debieron de celebrarse rituales propiciatorios en los que el rey y sus oficiantes hubieron de ocupar un lugar preponderante dentro de la liturgia y en los que se recitarían los mitos de aparición y ordenamiento tanto del cosmos como de los dioses. Según esto, el poema de Hesíodo sería el último testigo de una tradición cultural que se remontaría en última instancia a las primeras composiciones cosmo-teogónicas sumerias. De hecho, desde que Francis M. Cornford dedicara la segunda parte de su obra inconclusa Principium sapientiae al estudio de la cosmogonía filosófica griega, así como a los orígenes de ésta en el pensamiento mítico-religioso precedente, las similitudes que pueden ser establecidas entre el Enuma elish y la Teogonía de Hesíodo no han pasado desapercibidas. Sin embargo, entre ambas composiciones existe una diferencia sustancial, no ya temática o de contenido, sino funcional; una diferencia que se encuentra justificada por el colapso del mundo micénico en torno al siglo XII a.C., momento éste en el que se rompen los lazos que suponemos habían llevado a los minecios a adoptar el sistema según el cual el soberano y sus oficiantes asumían el equilibrio del cosmos. A efectos de nuestra exposición, las causas de este colapso son irrelevantes, mas no sus consecuencias, pues el hundimiento del mundo micénico inaugura en Grecia el periodo conocido como Época Oscura. Es en este periodo donde va a aparecer por primera vez la figura del poeta tal y como nosotros la conocemos. Sin embargo, algo había cambiado respecto a sus antecesores micénicos, pues, aunque en la Primera Grecia todavía conservaba éste sus funciones religiosas, entre las que ya hemos citado el trato con la divinidad y el estatuto de su palabra, el poeta de la Época Oscura era ya incapaz de obrar como funcionario de la desaparecida soberanía sagrada y, por lo mismo, era incapaz de interceder en el ordenamiento del cosmos. Tal es el caso de Homero, el cual se desentiende de estos aspectos para centrarse en la narración de las hazañas famosas de los hombres; las únicas que considera dignas de ser rescatadas del olvido (léthe) a través de la verdad (alétheia) de su palabra. Tan sólo Hesíodo, ya en el Periodo Arcaico, parece afrontar en la Teogonía la composición poética de un mito sobre la aparición de la soberanía y el establecimiento del orden cósmico, pero, a pesar de ello, el poema carece del estatuto religioso necesario para perpetuar dicho orden, pues, aunque aún es palabra verdadera, no es ya palabra eficaz.

Continúa en:

Marcel Detienne, Los maestros de verdad en la Grecia arcaica, Sextopiso.

martes, 3 de julio de 2012

Los adivinos en la Grecia Arcaica

ADIVINOS, POETAS Y SOBERANOS DE JUSTICIA EN LA GRECIA ARCAICA
por
Peredur

Segunda Parte
Los adivinos en la Grecia Arcaica

Viene de:
http://lotofagos-island.blogspot.com.es/2012/07/los-maestros-de-verdad-y-el-trasfondo_03.html


Por lo que se refiere al adivino, no cabe duda de que fue considerado durante la Primera Grecia maestro de Verdad. Ya fuera a través de la inducción de presagios o por mediación de visiones, sabemos que su palabra ofrecía al resto de la comunidad el conocimiento de la voluntad divina que, por lo general, era trascendente al común de los mortales. Respaldado por la divinidad, Apolo en este caso, la cual le había otorgado su don, el adivino era capaz de acceder al plano religioso de lo sagrado donde se tejían los destinos y, por lo tanto, podía descifrar e incluso ver los designios ocultos en la maraña del presente, retroceder hasta el pasado o anticipar el futuro. El poeta de la Ilíada nos describe con suficiente detalle las capacidades de uno de estos maestros de Verdad, a quien hemos de tomar como arquetipo de aquellos adivinos que operaban a través de la inducción de presagios. Se trata del Testorida Calcante:
«[...] de los agoreros [oionopólon] con mucho el mejor, que conocía [éde] lo que es, lo que iba a ser y lo que había sido, y había guiado a los aqueos con sus naves hasta Ilio gracias a la adivinación [mantosýnen] que le había procurado Febo Apolo»; [Homero, Ilíada, I 69-72].
De hecho, como muestra de su proceder inductivo, en el canto II de este mismo poema se da a conocer uno de sus vaticinios, según el cual los aqueos habrían de penar durante no menos de nueve años frente a las puertas de Troya antes de lograr tomarla. Es Odiseo quien describe la situación ante la asamblea de los aqueos:
«“Parece que fue ayer o anteayer cuando las naves de los aqueos se unieron en Áulide para traer la ruina de Príamo y los troyanos, y nosotros estábamos alrededor del manantial [krénen] en sacros altares sacrificando en honor de los inmortales cumplidas hecatombes bajo un bello plátano [platanísto] de donde fluía cristalina agua. Entonces apareció un gran portento: una serpiente de lomo rojo intenso, pavorosa, que seguro que el Olímpico en persona sacó a la luz, y que emergió de debajo del altar y se lanzó al plátano. Allí había unos polluelos de gorrión recién nacidos, tiernas criaturas sobre la cimera rama, acurrucados de terror bajo las hojas: eran ocho, y la novena era la madre que había tenido a los hijos. Entonces aquélla los fue devorando entre sus gorjeos lastimeros, y a la madre, que revoloteaba alrededor de sus hijos llena de pena, con sus anillos la prendió del ala mientras piaba alrededor. Tras devorar a los hijos del gorrión y a la propia madre, la hizo muy conspicua el dios que la había hecho aparecer; pues la convirtió en piedra el taimado hijo de Crono. Y nosotros, quietos de pie, admirábamos el suceso. Tan graves prodigios interrumpieron las hecatombes de los dioses. Calcante entonces tomo la palabra y pronunció este vaticinio [theopropéon]: ‘¿Por qué os quedáis suspensos, aqueos, de melenuda cabellera? El providente Zeus nos ha mostrado este elevado portento, tardío en llegar y en cumplirse, cuya gloria nunca perecerá. Igual que esa ha devorado a los hijos del gorrión y a la madre, los ocho, y la novena era la madre que había tenido a los hijos, también nosotros combatiremos allí el mismo número de años y al décimo tomaremos la ciudad, de anchas calles’. Eso es lo que aquél proclamó, y todo se está cumpliendo ahora”»; [Homero, Ilíada, II 303-330].
Reconocemos que se trata esta de una cita quizá demasiado extensa, por lo que bien hubiéramos podido acortarla o resolverla mediante una explicación preliminar de la naturaleza del portento. Si hemos decidido incluirla en su totalidad, esto es, tal y como la hemos presentado, se debe a que en ella se nos ofrecen algunas de las claves de acceso a los mecanismos de funcionamiento del pensamiento prefilosófico. Se trata de la disposición que debe adoptar el escenario donde se ha de propiciar el contacto con lo sagrado, a saber, la presencia de “sacros altares” en las cercanías de un manantial “de donde fluía cristalina agua” “bajo un bello plátano”. De hecho, más allá de la pertinencia de este pasaje, resulta innegable la existencia de cierta dependencia por parte de los grupos humanos que poblaron el continente europeo durante la Antigüedad respecto de las aguas que fluían desde la Madre Tierra y el árbol que enterraba sus raíces en ella, nutriéndose. No es esto, por lo tanto, nada nuevo. Ni es gratuito, a nuestro juicio, que sea en torno a este escenario donde se produce el portento que Zeus envía a los aqueos. Portento desde el cual Calcante, maestro de Verdad, extrae su conocimiento y aporta su palabra verdadera.

Somos conscientes de que la aparición de las aguas y el árbol en el antiguo poema de la guerra de Troya puede ser considerada por algunos lectores como algo perfectamente circunstancial que responde, en última instancia, a su utilidad narrativa. Sin embargo, nada más lejos de la realidad, pues, repitámoslo, su presencia desempeña un papel fundamental dentro de los procesos afines al pensamiento prefilosófico indoeuropeo, ya sea este céltico o griego, como es el caso. En efecto, no debemos olvidar que el lento proceso de formación de la Primera Grecia se efectúo sobre los sustratos poblacionales micénico y dorio, entre otros, los cuales, a pesar de involucrarse en el entorno mediterráneo, nunca llegaron a desprenderse completamente de su identidad indoeuropea. Sea como fuere, de figurar estos mismos elementos en alguno de los relatos irlandeses que hemos estudiado en otros escritos no dudaríamos en llamarlos aguas y árbol sagrados, mostrando así su función simbólica dentro del pensamiento céltico. Esta afirmación se encuentra en estrecha relación con la existencia entre los habitantes de la Irlanda pagana de una clase intelectual sólida que llegó a operar sobre buena parte de los asuntos de la comunidad tribal, fijando el culto y los ritos de acuerdo al dictamen de su sabiduría druídica; una clase intelectual centralizada que no llegó a poseer la Primera Grecia, no al menos a la manera céltica, y cuya inexistencia sobre el escenario panhelénico bien pudo influir en el proceso de desintegración de determinados aspectos cultuales y rituales de la herencia indoeuropea. Ahora bien, si tratáramos más a fondo esta cuestión nos alejaríamos demasiado de nuestro propósito en este ensayo. Dicho esto, por lo tanto, podemos retomar sin más el análisis que sobre la figura del adivino veníamos realizando.

Tal como aparece descrito en la cita que introdujimos más arriba, el arquetipo de adivino que representa Calcante era capaz de acceder al trasfondo sagrado de la realidad donde se tejían los destinos. Para ello, según nos confirma el poeta de la Ilíada, Calcante se servía del don de la inducción que Apolo le había otorgado con el fin de que pudiera leer correctamente los presagios dispuestos ante él. Para la mentalidad de las gentes de la Primera Grecia, los presagios pertenecían al plano trascendente de lo sagrado, pues, a la manera de fenotipos, no eran sino la impronta de las fuerzas subyacentes que los producían. Así pues, era leyendo estos presagios, esto es, interpretándolos, como el adivino accedía a la voluntad de los dioses y revelaba su Verdad. Bajo este paradigma, por lo tanto, el adivino (mántis) era realmente un intérprete (prophétes).

En el proceso ritual de adivinación que se llevaba a cabo en Delfos también debía participar uno de estos intérpretes, no ya mítico, como Calcante, sino de carne y hueso. Así lo expresa Heráclito [fg. 93 DK] cuando considera que:
«el señor, cuyo templo adivinatorio [manteîon] es el que está en Delfos, ni dice [oúte légei] ni oculta [oúte krýptei], sino que da señales [allá semaínei]»,
de lo que se desprende que el intérprete era el encargado de aprehender y desvelar estas señales, contenidas en las palabras de la Pitia, la cual había caído previamente en un estado extático que hacía de ella el vehículo de expresión de la voluntad divina. Pues, en efecto, la Pitia venía a estar "entusiasmada", esto es, poseída por el dios (éntheos), "endemoniada" si se quiere. Ahora bien, más allá de la disposición psicológica de aquélla, el ritual previo a esta posesión, al menos según es descrito por Eric R. Dodds en Los griegos y lo irracional, es bastante significativo. Este ritual no conducía fisiológicamente al éxtasis, pero, no cabe duda, propiciaba la autosugestión de la Pitia. Ésta, escribe aquél, «se bañaba, probablemente, en la fuente Castalia, y quizá bebía de un manantial sagrado». Asimismo, «establecía contacto con el dios mediante su árbol sagrado, el laurel», sosteniendo en su mano una rama de dicho árbol. En este ritual, por lo tanto, encontramos de nuevo la presencia de las aguas y del árbol que anteriormente localizáramos en el pasaje ya citado del canto II de la Ilíada. Además, en esta ocasión es Dodds, y no sólo nosotros, quien les atribuye caráter sagrado.

Regresando al análisis de la figura y funciones de la Pitia, debemos tener claro que aunque ésta no estaba en condiciones de dar cuenta del significado de sus propias palabras, era a ella a quien se tenía realmente como portavoz de la voluntad trascendente, siendo el intérprete uno más entre sus asistentes. Según esto, en los oráculos de Apolo, y no sólo en el de Delfos, era la Pitia quien asumía las funciones del maestro de Verdad que representara Calcante en la Ilíada, con la salvedad de que ella misma, afectada por el trance, estaba incapacitada para desvelar sus propias palabras.

Hasta el momento hemos venido hablando de dos tipos bien diferenciados de adivinos maestros de Verdad: aquellos que operaban a través de la adivinación inductiva, de quienes es arquetipo Calcante, y aquellos otros, como la Pitia, que entraban en contacto con el trasfondo sagrado de la realidad por mediación de la adivinación extática. Ahora bien, en adición a éstos, la Primera Grecia conoció un tercer tipo de adivinación: la videncia. En este caso, el paradigma que ilustra las capacidades de estos videntes ha de ser localizado en la Odisea, donde Teoclímeno ofrece a los pretendientes de Penélope la visión del destino que les aguarda:
«“!Desgraciados! ¿Qué mal os aflige? Sumidos en noche vuestros rostros están, las cabezas, las mismas rodillas; el sollozo os abrasa, las caras se os cubren de llanto; las paredes chorrean de sangre, las vigas hermosas; el vestíbulo llenan y pueblan el patio fantasmas que a las sombras se lanzan del Érebo; el sol en el cielo se ha eclipsado, una niebla funesta recúbrelo todo”»; [Homero, Odisea, XX, 351-357].
Y unos versos más abajo:
«“ojos tengo y oídos y tengo dos pies bien servibles y una mente (nóos) por dentro cabal y sin tacha. Con ellos a la calle me iré, porque veo (noéo) el desastre que viene sobre todos vosotros; ninguno podrá desviarlo ni rehuirlo entre tanto galán como en casa de Ulises el divino insultáis a los hombres tramando maldades”»; [Homero, Odisea, XX, 365-370].
Sobre este pasaje, así como sobre este tipo concreto de arte adivinatoria que opera a través de las visiones, Dodds ha señalado su similitud «con el simbolismo de la visión céltica» y ha afirmando que «parece demasiado próximo para ser considerado accidental».  Sea como fuere, para nosotros es suficiente con saber que estos videntes se encuentran en la línea de la adivinación por inducción y la adivinación extática; es decir, su don, el de Teoclímeno, es tan divino como el de Calcante o la Pitia, siendo su palabra igualmente verdadera. De hecho, algunos autores han señalado el parecido existente entre el modo de operar de estos videntes y el de la inspiración poética, donde, como veremos en la tercera parte de este escrito, la palabra certera dependía en última instancia de la gracia otorgada por las Musas. Sin embargo, y a pesar de esta similitud, durante la Primera Grecia las competencias del vidente y del poeta fueron irreconciliables, lo que no sucedió necesariamente entre los celtas irlandeses.


Continúa en:

E. R. Dodds, Los griegos y lo irracional, Alianza.

Los maestros de Verdad y el trasfondo sagrado de la realidad

ADIVINOS, POETAS Y SOBERANOS DE JUSTICIA EN LA GRECIA ARCAICA
por
Peredur

Primera Parte
Los maestros de Verdad y el trasfondo sagrado de la realidad

Con anterioridad al así llamado milagro griego, los antiguos pobladores de la región hoy conocida como Grecia dispusieron de mecanismos complejos a través de los cuales lograron entrar en contacto con el trasfondo de la realidad cotidiana. De hecho, percibir una fractura metafísica en la realidad no dependió únicamente de la filosofía. Antes de que los filósofos emplearan sus capacidades para concretar la Verdad (alétheia), determinados individuos de la Grecia Oscura y Arcaica tuvieron acceso a ese trasfondo sagrado desde el cual brotaban unos conocimientos excepcionales y, por lo tanto, una sabiduría que era reconocida como tal por el resto de la comunidad. Adivinos, poetas y aquellos soberanos de justicia que aún conservaban parte de las funciones religiosas que detentara el gobernante micénico fueron los maestros de la palabra sagrada revelada y, por lo mismo, de la Verdad. Pues, en efecto, si la filosofía griega tuvo como objetivo desde su mismo nacimiento el esclarecimiento de la Verdad, ésta fue en primer lugar palabra sagrada vinculada a las personas del adivino, el poeta y el soberano de justicia.

En esta entrada tenemos la intención de hacer un breve repaso de las características más significativas atribuidas al pensamiento religioso y mítico de los maestros de Verdad que proliferaron durante la Primera Grecia. No pretendemos ser exhaustivos. Nos bastará con traer a estas líneas aquellos ejemplos que consideramos paradigmáticos. Sin embargo, antes de empezar a hablar directamente de adivinos, poetas y soberanos, todos ellos maestros de Verdad y, por lo mismo, portavoces de un tipo concreto de palabra que brota desde lo que aquí llamaremos el trasfondo sagrado de la realidad, parece adecuado detenernos también brevemente en el análisis de lo sagrado como realidad última que se deja sentir desde su ocultamiento y que subyace a todo decir verdadero.

En la Antigua Grecia, si algo tuvieron en común el adivino, el poeta y el soberano de justicia, entre ellos mismos y también respecto de los primeros sabios y filósofos, no fue sino su relación con el fondo sagrado y misterioso de la realidad última. Ahora bien, la manera en que esta realidad ha sido aprehendida por cada pueblo en cada momento de su historia no ha sido siempre la misma. En el mundo griego antiguo, el cual no supuso ninguna excepción en este proceso, la realidad última adoptó distintos rostros que llegaron a rivalizar entre sí por la ortodoxia de su apariencia. Aun así, su referencia originaria y genuina, lo sagrado, nunca llegó a desaparecer del todo, ni siquiera cuando la filosofía, encabezada por Platón, pretendió desplazar a los tradicionales maestros de Verdad.

Según se constata en la obra de María Zambrano El hombre y lo divino, lo sagrado, situándonos en un plano antropológico universal, es «la presencia inexorable de una estancia superior a nuestra vida que encubre la realidad y que no nos es visible», «es una irradiación de la vida que emana de un fondo de misterio; es la realidad oculta, escondida». Igualmente, según hubo de sentirlo el hombre originario, lo sagrado puede ser concretado como «lo divino no revelado aún», «ese algo que más tarde, después de un largo y fatigoso trabajo, se llamarán dioses». Si atendemos a las palabras de la ilustre pensadora malagueña, especialmente a las referencias a los dioses y a la realidad oculta, no nos será difícil localizar en la primera de éstas la manifestación religiosa y mito-poética de lo sagrado, a saber, lo divino, cuya imagen se convirtió en la primera materialización conceptual construida sobre la presencia sentida de lo sagrado. En cuanto a la realidad oculta, fue la filosofía la que pasó a hacerse cargo directamente de ella al tomar el desocultamiento de lo sagrado como desocultamiento de lo real, esto es, del ente (tò ón), de lo verdadero (tò alethés). Por eso «el origen de la filosofía se hunde en esa lucha que tiene lugar dentro todavía de lo sagrado y frente a ello». Sin ir más lejos, en los fragmentos que conservamos de Heráclito y Parménides se puede apreciar la pervivencia de las maneras propias del pensamiento oracular y poético de los antiguos maestros de Verdad. Así, pues, no debe extrañarnos el carácter excéntrico (al racionalismo filosófico, se entiende) de buena parte de los pensadores presocráticos; lo que viene a mostrarnos lo cerca de los tradicionales maestros de la palabra sagrada que llegaron a encontrarse los precursores inmediatos de la filosofía. Ahora bien, más allá de las formas que caracterizan el surgimiento del pensamiento filosófico, lo que nos interesa en este momento de la exposición es el hecho de que hubo un tiempo en el que el adivino, el poeta y el soberano de justicia detentaron el poder de la palabra verdadera que, con el advenimiento de la filosofía, reclamaría para sí el filósofo.

En otro lugar hemos analizado el proceso según el cual el filósofo, encarnado en Platón, llegó a solicitar para sí la exclusividad de la palabra certera que habría de situarlo, de acuerdo con sus expectativas, por encima del resto de los ciudadanos haciéndole asumir las más altas responsabilidades políticas de la ciudad. Ahora, sin embargo, parece conveniente detenernos en la figura de los antiguos maestros de Verdad que aparecen en los textos griegos más arcaicos, donde el pensamiento filosófico que hubo de propiciar el surgimiento de la pólis, como es lógico, no está presente, al menos como tal. Con ello no sólo intentaremos hacer más comprensible el empeño de la filosofía por desplazar a estos maestros tradicionales de la palabra, sino que, sobre todo, a partir de las figuras griegas del adivino, el poeta y el soberano de justicia, fijaremos tres de las funciones más importantes de los antiguos maestros de Verdad, a saber, la adivinación profética, el mantenimiento de la memoria colectiva de la tribu y la manifestación ante esta última de la existencia indispensable de la soberanía sagrada. En tal caso, aún nos queda por ver de qué manera se presentaron en la Antigua Grecia estos maestros de Verdad ante las gentes que como tal les reconocieron. ¿En qué consistía su maestría? ¿Cuál fue su sabiduría?

María Zambrano, El hombre y lo divino, FCE.