viernes, 11 de noviembre de 2011

El epicureísmo

EL EPICUREÍSMO
por
Peredur

Epicuro: vida y obra.

Epicuro nació en la isla de Samos en el año 341 a.C. y murió en Atenas en el 271. Su padre, maestro de escuela en Samos y ciudadano ateniense, se había establecido en la isla jónica como colono en el año 352. Al parecer, Epicuro se interesó por la filosofía a temprana edad. A los catorce años fue discípulo del platónico Pánfilo, del cual hubo de aprender los fundamentos de la filosofía idealista que más tarde rechazaría enérgicamente. A los dieciocho marchó a Atenas para cumplir el servicio militar que como ciudadano ateniense estaba obligado a realizar si quería conservar su ciudadanía. Por aquel entonces Atenas continuaba siendo la capital cultural de Grecia y la sede de las más importantes escuelas filosóficas del momento, por lo que Epicuro, sin duda, pudo frecuentar la Academia y el Liceo y tomar contacto con las tradiciones filosóficas de ambas escuelas. Entretanto, su familia se vio obligada a trasladar su residencia a Colofón, ciudad ésta a la que marchó Epicuro tras concluir su compromiso con Atenas. Residió aquí durante diez años, intervalo en el que estudió el atomismo de Demócrito y el escepticismo de Pirrón bajo la dirección del filósofo atomista Nausífanes. Tras estos años de estudio, viajó a Mitilene, en la isla de Lesbos, donde fundó su primera escuela de filosofía. Sus rivalidades con los aristotélicos, sin embargo, le obligaron a trasladar su escuela a Lámpsaco, ciudad cercana al Bósforo. Finalmente, en el año 306, y con treinta y cinco años de edad, Epicuro regresó a Atenas con la intención de establecerse definitivamente, compró una casa junto a un pequeño terreno y abrió allí su escuela, conocida como el Jardín, por ser en éste donde el maestro y sus seguidores se entregaban a la filosofía y al ejercicio de la amistad como ideal de vida.

Epicuro escribió numerosas obras, de las que sólo nos han llegado breves fragmentos, cuatro cartas enviadas a sus amigos ─la Carta a Idomeneo, escrita como testamento el último día de su vida; la Carta a Heródoto, que recoge los principios fundamentales de la física epicúrea; la Carta a Pitocles, donde encontramos la explicación de la formación de los cuerpos celestes; y la Carta a Meneceo, resumen de su ética─ y un conjunto de 40 dogmas claramente ordenados conocidos como Máximas capitales.

La finalidad de la filosofía y el ideal epicúreo de sabio.

En oposición al pensamiento de Platón, Epicuro considera la filosofía, no como un saber teórico, en el que a través de la contemplación se alcanzaría el objetivo de la existencia humana, sino como un “saber vivir”, es decir, como una actividad (prâxis) que proporciona la felicidad. En un mundo en profunda crisis, sometido a constantes guerras y a la tiranía del azar, el verdadero sabio será aquel que sea capaz de llevar una vida feliz evitando y  sobreponiéndose tanto a las angustias del alma como a los sufrimientos del cuerpo. Para ello, el filósofo epicúreo procurará alcanzar la autosuficiencia individual (autárkeia), lo que le llevará a prescindir de todo aquello que le aleje del placer (hedoné) y le aproxime al dolor y la perturbación.

C. García Gual y E. Acosta, Ética de Epicuro. La génesis de una moral utilitaria, Barral.

La filosofía epicúrea: canónica, física y ética.

A) Canónica o Teoría del conocimiento.

La canónica epicúrea se ocupa de los criterios cognoscitivos necesarios para distinguir la verdad del error. Conocer la realidad, la naturaleza, es para Epicuro un requisito absolutamente necesario para desprenderse de las falsas opiniones que no hacen sino perturbar el ánimo. El principal de los criterios cognoscitivos que han de servir al sabio para reconocer la evidencia de la verdad y rechazar el error es la sensación (aísthesis). Ésta consiste en la percepción de imágenes a través de nuestros órganos sensoriales. Los cuerpos que percibimos desprenden estas imágenes (eídola) como sutilísimos efluvios formados por átomos, los cuales, al impresionar sobre nuestros sentidos, generan las sensaciones. No hay en éstas, por lo tanto, posibilidad de error, al menos mientras las percibamos con suficiente claridad como para considerarlas válidas. A las reacciones de placer o de dolor ante estas sensaciones Epicuro las llama afecciones (páthe). Estas afecciones son el material conforme al cual construimos nuestra vida moral. Por otro lado, cuando las mismas sensaciones se repiten una y otra vez, éstas se graban en la memoria formando conceptos o imágenes generales (prolépseis) que nos permiten anticiparnos a las experiencias posteriores. Estas ideas generales no anteceden a las sensaciones, pues dependen de ellas. Sin embargo, a diferencia de éstas, que son irracionales (álogos), las ideas generales constituyen ya un conocimiento racional. Finalmente, además de las sensaciones, las afecciones y las imágenes generales, Diógenes Laercio nos informa de un último criterio cognoscitivo: las proyecciones imaginativas del entendimiento, mediante las cuales la mente podría proyectar o inferir la existencia de determinadas realidades no perceptibles de manera directa ─los átomos, por ejemplo─ pero sin las cuales quedarían sin explicar otros fenómenos previamente constatados.

B) Física.

Si la canónica expone los criterios para un conocimiento verdadero de la realidad del mundo ─conocimiento éste absolutamente necesario para desprendernos de las falsas opiniones que conducen al desasosiego del alma─, la física epicúrea describe esta misma realidad como compuesta por entero de cuerpos materiales y sensibles. Como muestra la sensación, los cuerpos pueden ser divididos. Sin embargo, por mucho que los dividamos, la mente humana es capaz de inferir que en ese proceso llegará un momento en el que tal división será imposible. Siguiendo la doctrina expuesta por Demócrito, a los elementos indivisibles de la realidad Epicuro los denomina “átomos”. Estos átomos se mueven en el vacío, que no es otra cosa que el espacio o el lugar que posibilita su movimiento. Tanto los átomos como el vacío son considerados por Demócrito y Epicuro como eternos e inalterables. Esta inmutabilidad de los átomos es la causante de que nada se destruya, sino que todo se transforme. Los cambios en los cuerpos son el resultado de la combinación de los átomos, los cuales son distintos entre sí en función de su forma y tamaño. Epicuro, sin embargo, no puede aceptar el planteamiento de Demócrito conforme al cual los átomos se moverían azarosamente en todas direcciones, pues tal movimiento, como había hecho notar Aristóteles, carece de justificación teórica. En su lugar, Epicuro considera a los átomos como provistos de peso, pues sólo éste puede explicar satisfactoriamente su movimiento, no ya azaroso, sino hacia abajo, esto es, en dirección al centro del cosmos. Ahora bien, si este movimiento de caída fuera paralelo los átomos no chocarían entre sí y no podrían unirse para formar los cuerpos. Es por ello que Epicuro, según podemos deducir por referencias de Lucrecio, terminó por concebir esta caída como sometida a una leve inclinación o desviación (parénklesis; en latín: clinamen), la cual posibilitaría la unión de los átomos. Por último, como en el cosmos de Epicuro todo es material, también el alma humana, e incluso los dioses, estarán compuestos de átomos, más sutiles, lisos y redondeaos, pero átomos al fin y al cabo.

C) Ética.

La ética epicúrea, sustentada sobre el conocimiento de la realidad que proporcionan la canónica y la física, puede condensarse en cuatro principios fundamentales conocidos con el nombre de tetrafármaco o “cuádruple remedio”, los cuales tienen como objetivo conducir al sabio hacia la serenidad de ánimo (ataraxía) permitiéndole eludir toda perturbación. Estos remedios son los siguientes: 1) no debemos temer a los dioses; 2) la muerte es insensible para nosotros; 3) el bien es fácil de procurar; y 4) el mal es fácil de soportar.

No debemos temer a los dioses.

De acuerdo con las imágenes (eídola) que de los dioses nos llegan en los sueños, Epicuro acepta su existencia como algo evidente. Sin embargo, lejos de admitir la opinión del vulgo sobre la divinidad, para el fundador del Jardín los dioses, si han de ser reconocidos como tales, sólo pueden llevar una vida plena y completamente satisfactoria. Felices e imperturbables, viven en los espacios intercósmicos sin preocuparse para nada de los seres humanos. De ahí que no debamos temer su castigo.

La muerte es insensible para nosotros.

Tampoco la muerte ha de ser temida. No debe serlo ni como tránsito a una vida de ultratumba ni tampoco como la completa aniquilación del yo. Las razones que ofrece Epicuro en este respecto son las siguientes. Si todo lo que existe en el cosmos son los átomos y el vacío, el alma, siendo algo, no puede ser concebida como una realidad inmaterial. Antes bien, el alma es una parte corpórea del ser humano que con la llegada de la muerte se disuelve junto con el cuerpo. Con la muerte, por lo tanto, desaparece la capacidad del hombre para experimentar sensaciones. En consecuencia, no es adecuado temer aquello que no podemos evitar y que cuando se presenta es completamente insensible para nosotros.

El bien es fácil de procurar.

Epicuro va a identificar el bien con el placer (hedoné) haciendo de éste último el principio (arché) y la finalidad (télos) de la vida feliz. La ética epicúrea, por lo tanto, es una ética hedonista, como la defendida por la escuela cirenaica ─fundada por Aristipo de Cirene, que perteneció al círculo de los discípulos de Sócrates─, aunque distinta a ésta en sus conclusiones. Cierto es, para ambas escuelas el fin último del hombre son los placeres. Sin embargo, para Epicuro los placeres corporales no son superiores a los del alma, como defendían los cirenaicos, y la ausencia de dolor es el más preciado de los placeres, algo impensable para aquéllos.

Los dos principios esenciales de la ética hedonista de Epicuro pueden resumirse como sigue: 1) la ausencia de dolor en el cuerpo (aponía) y de turbación en el alma (ataraxía) producen un placer estable o catastemático, que es al que debe aspirar el sabio; y 2) existen otra clase de placeres, los cinéticos o en movimiento, inferiores a los anteriores, cuyo objetivo no es ya aplacar el dolor, sino sentir gozo y disfrute. En esta línea, Epicuro va a dividir los deseos de placer en tres tipos: a) deseos naturales y necesarios: son los que hacen referencia a la supervivencia y causan dolor si no son saciados ─calmar el hambre, la sed, el frío, etc.─; b) deseos naturales y no necesarios: son los que surgen como búsqueda de un placer no necesario para la supervivencia ─los manjares, las bebidas espiritosas, el desenfreno sexual, etc.─; y c) deseos no naturales ni necesarios: son los que nacen como producto de la vana opinión ─los honores, la gloria, los triunfos políticos, etc.─. Los deseos del primer tipo tienen como objetivo alcanzar placeres catastemáticos, los cuales, como hemos visto, son deseables por sí mismos; pero los del segundo y tercer tipo persiguen placeres cinéticos cuya satisfacción puede conducir a la aparición de dolores y turbaciones que impedirían al sabio disfrutar de una vida feliz.

Por lo demás, alejado de los asuntos políticos, el sabio deberá pasar desapercibido ante los ojos de sus compatriotas ─“Vive oculto (láthe biósas)”, dice una de las máximas epicúreas─ aunque no por ello su vida se desarrollará en aislamiento. La amistad juega en este respecto un papel central en el sistema ético del epicureísmo, pues será considerada por esta escuela como un placer catastemático del alma imprescindible para la adquisición de la ataraxía y la felicidad.

El mal es fácil de soportar.

Por último, toda vez que el sabio alcanza la tan preciada ataraxía liberándose de los vanos temores gracias al conocimiento de la naturaleza y disfrutando de los placeres catastemáticos, tan sólo el dolor corporal podrá amenazar su felicidad. De ahí el interés que muestra Epicuro por hacer comprender que los dolores intensos no se prolongan en el tiempo tanto como los moderados, de suerte que mientras los primeros conducen rápidamente a la muerte ─insensible para nosotros─ los segundos, en cambio, pueden ser fácilmente soportados.

C. García Gual, Epicuro, Alianza.

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