MARÍA ZAMBRANO: TRADICIÓN VIVA DEL PENSAMIENTO ESPAÑOL
Raúl Garrobo Robles
El presente texto fue publicado inicialmente en la revista Zona Libre, nº. 6, Excmo. Ayuntamiento de Yepes, Toledo, 2004, p. 6, tal y como reproducimos en la siguiente imagen:
Poco más de diez años nos separan desde la triste ―aunque por ley de vida― inevitable desaparición de María Zambrano, una de las últimas y más grandes intelectuales que ha dado este espacio de tierra habitable al que llamamos España. Por eso mismo, debido a esa docilidad de análisis con la que el paso del tiempo ―en su justo medio, como es el caso― nos premia, no nos resultará difícil volver la mirada atrás y, retrospectivamente, efectuar una valoración de ese pensamiento poético cuya génesis se encuentra ya en los años mozos de la ilustre pensadora malagueña. Así de fácil, como si el paso de los años todavía próximos nos despejara todo ese entramado de caminos y senderos ―algunos transitados y otros únicamente apuntados― que esperan al aguerrido lector desde las profundidades de ese extenso bosque que es la obra de nuestra autora. Y sin embargo, ¿no se oculta una gran necedad en esta actitud? Pues, ¿quién podría en tan pocas páginas, no ya plasmar las líneas centrales del pensamiento de María Zambrano, sino, incluso, tener la intención de hacerlo y, a la vez, no incurrir en soberbia? Por ello, para evitar tal inconveniente, estas páginas no pretenden convertirse en algo semejante al camarote de los hermanos Marx, en donde los pedazos de un pensamiento aún vivo ―y, por lo tanto, difícil de atrapar― quedan asfixiados en tan reducido hábitat ―que es el papel―, haciendo del lógos palpitante letra muerta. Sean estas líneas, por lo contrario, no otra cosa que un homenaje al pensamiento vivo de María Zambrano, «actividad incesante» que ella proponía «para no estar muertos antes de morir» y que, en su caso, la trae en muerte a la vida a través de ese alborear que es la palabra, «llama que devora y puede crear, a su vez, algo no visto ni oído hasta entonces, eso que se llama una obra que vivirá siempre mientras el cuerpo que la sustentó cae en cenizas sin nombre siquiera, sin nombre».
María Zambrano a su llegada al aeropuerto de Barajas tras 40 años de exilio (1984).
Gran placer produce en el que ama la vida ver cómo ésta se abre camino desde la boca del ataúd que, tragado por la tierra, germina en tradición. Pues no otra cosa es esta tierra española ―sembrada por los cuerpos de quienes nos precedieron― que tradición; intrahistoria de muchas vidas ya olvidadas, pero de cuya semilla se ha hecho España. No obstante, nadie sabe con seguridad cuántos son los años que han de transcurrir para que cada semilla ―cada pensamiento― haga brotar su pedacito de tradición. Diez ―como dijimos más arriba― son los años que han pasado desde la muerte de María Zambrano. ¿Habrán sido suficientes? Sea como fuere, lo cierto es que ya hay quienes se aventuran a decir que su obra ha supuesto «un importante hito en el desarrollo filosófico de nuestra cultura», como si el incorporar a María Zambrano dentro de nuestra tradición ―oficial― resultara algo apremiante. ¿No se dan cuenta, acaso, de que se hallan en un absurdo? Pues la tradición no es algo que se introduce o se saca del morral según se tenga mayor o menor necesidad para el camino. La tradición, muy al contrario, es algo que siempre va con nosotros, es ese algo que acarreamos sobre nuestras espaldas, como si se tratara del enano ―espíritu de la pesadez― del Zaratustra, que nos susurra al oído: «¡Tú, piedra de la sabiduría! Te has arrojado a ti mismo hacia arriba, mas toda piedra arrojada ¡tiene que caer!». La tradición, así entendida, aparece con una fuerza que tira de nosotros hacia abajo, hacia la tierra, nuestra tierra, la que será nuestra; germen de esa piedra de la sabiduría que es nuestra filosofía. Y así ―como escribió María Zambrano― nos encontramos con que «toda sabiduría es tradicional», es tradición:
«Conmigo irás mientras proyecte sombra mi cuerpo y quede a mi sandalia arena».
¿De qué otra forma podría ser? En efecto, Zambrano siempre desplegó su filosofía, no como únicamente suya, generación espontánea del pensamiento, sino a la manera de un sentir ―que también es un pensar― siempre enraizado con nuestra tradición más auténtica, aquella que se da en la sabiduría no oficial, intrahistórica, de esas gentes sin historia ―del cada uno― que en su cita con la aurora ―como apuntaba Unamuno― «se levantan a una orden del sol y van a sus campos a proseguir la oscura y silenciosa labor eterna». Igualmente atenta, tampoco volvió Zambrano la espalda a esa otra tradición española del pensamiento que es nuestra literatura. San Juan de la Cruz, Cervantes, Galdós, Machado,... reaparecen en sus obras como un ejemplo más de esa sabiduría propia del ser español, la cual no por ser literatura carece de contenido metafísico. Por eso, podemos decir que, pensadora comprometida ―con esa España que ella siempre quiso recobrar, se entiende―, María Zambrano no dejó nunca de posar su mirada allí donde su corazón ya se encontraba. No se perdió en ella esa monedita del alma de la que hablaba Machado. Mas,
«Hoy dista mucho de ayer. ¡Ayer es nunca jamás!».
María Zambrano, El hombre y lo divino, Fondo de Cultura Económica, México D.F., 1993.
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