martes, 9 de agosto de 2011

¿'Quién' es Paul Auster? Identidad y significado en "La trilogía de Nueva York"

¿QUIÉN ES PAUL AUSTER?
IDENTIDAD Y SIGNIFICADO EN "LA TRILOGÍA DE NUEVA YORK"
Raúl Garrobo Robles


¿Quién es Paul Auster? Identidad y significado en La Trilogía de Nueva York, ensayo con el que inauguro el blog La Isla de los Lotófagos, fue publicado en noviembre del año 2006 por Eikasía. Revista de Filosofía en su número 7 (Oviedo, pp. 59-65) y puede ser consultado en el siguiente enlace:

¿QUIÉN ES PAUL AUSTER? IDENTIDAD Y SIGNIFICADO EN "LA TRILOGÍA DE NUEVA YORK"

¿Quién es Paul Auster? ¿Quién es Peter Stillman? ¿Quién Henry Dark? Ciertamente, personajes, fantasmas, ficciones. Mas, ¿quiénes son en la trama de ese juego de identidades que conforma La trilogía de Nueva York? Dudo que tal cosa importe. Además, conocer la verdadera identidad de Fanshawe, de Quinn o de Azul es una tarea tan estéril e irrelevante como alcanzar a recordar quiénes fuimos nosotros mismos hace diez, quince o veinte años. ¿Qué importa eso si desde Locke y Hume sabemos que nada asegura que el "yo" del presente sea el mismo que el de ayer o que el de hace unos minutos? Si el "yo" nace de nuevo a cada instante, ¿qué puede importar entonces quién sea, por ejemplo, Daniel Quinn? Sin embargo, para el Auster de carne y hueso, no ya para su personaje homónimo, es "quién" justamente la pesquisa, "quién" es la pregunta.

Las posibilidades narrativas que puede llegar a ofrecer el tratamiento de la identidad personal en el desarrollo de un argumento son dignas de tener en cuenta si lo que se pretende es traspasar los límites del relato tradicional. Tal parece ser la propuesta de Borges en Examen de la obra de Herbert Quain:
«Muy diversa, pero retrospectiva también, es la comedia heroica en dos actos The Secret Mirror. En las obras ya reseñadas, la complejidad formal había entorpecido la imaginación del autor; aquí su evolución es más libre. El primer acto (el más extenso) ocurre en la casa de campo del general Thrale, C. I. E., cerca de Melton Mowbray. El invisible centro de la trama es Miss Ulrica Thrale, la hija mayor del general. A través de algún diálogo la entrevemos, amazona y altiva, sospechamos que no suele visitar la literatura; los periódicos anuncian su compromiso con el duque de Rutland; los periódicos desmienten el compromiso. La venera un autor dramático, Wilfred Quarles; ella le ha deparado alguna vez un distraído beso. Los personajes son de basta fortuna y de antigua sangre; los afectos, nobles aunque vehementes; el diálogo parece vacilar entre la mera vanilocuencia de Bulwer-Lytton y los epigramas de Wilde o de Mr. Phillip Guedalla. Hay un ruiseñor y una noche; hay un duelo secreto en una terraza. (Casi del todo imperceptibles, hay alguna curiosa contradicción, hay pormenores sórdidos.) Los personajes del primer acto reaparecen en el segundo con otros nombres. El "autor dramático" Wilfred Quarles es un comisionista de Liverpool; su verdadero nombre, John William Quingley. Miss Thrale existe; Quingley nunca la ha visto, pero morbosamente colecciona retratos suyos del Tatler o del Sketch. Quingley es autor del primer acto. La inverosímil o improbable "casa de campo" es la pensión judeo-irlandesa en que vive, transfigurada y magnificada por él... La trama es paralela».
Envuelta en una larga serie de contingencias narrativas apenas apuntadas, The Secret Mirror es una obra atípica. Como expresa Borges, en ella, más allá de la dirección que pueda tomar el desarrollo del argumento, lo único verdaderamente relevante es su estructura formal. Así, al igual que sucede en La trilogía de Nueva York de Paul Auster, el protagonista de la primera parte de la inexistente obra de Herbert Quain, a saber, el autor dramático Wilfred Quarles, no es sino el alter ego del protagonista de la segunda, el comisionista de Liverpool John William Quingley. Quingley desea ser escritor y, de hecho, él mismo es el autor de primer acto de The Secret Mirror, el cual, como no podía ser de otro modo, se constituye en fiel reflejo de sus anhelos. En este juego de identidades las aparentes contradicciones generadas por la manifiesta complejidad formal de la novela no llegan a suponer una amenaza para la obra. Antes bien, parecen reforzar el disfrute estético que conlleva su lectura. Pues, como habremos de apreciar a lo largo de estas líneas, lo que Jorge Luis Borges apenas termina de esbozar en Examen de la obra de Herbert Quain y que, aun así, Paul Auster ha recuperado para la literatura de nuestros días es un nuevo concepto de disfrute estético el cual viene a fundamentarse en el intento de incapacitar el intelecto del lector a la hora de aprehender aquella categoría y modalidad del ser sobre la que erigimos los cimientos de la identidad. Para ello, en este nuevo modelo de narración es el autor de la obra quien premeditadamente se muestra equívoco a la hora de fijar las identidades, pues sólo así, al hurtar al entendimiento del lector el principal de los elementos necesarios para construir coherentemente determinados juicios y proposiciones de identidad, éste termina cayendo en una suerte de neblina intelectual desde la cual, al querer y no poder escapar, se nutre el disfrute estético. Tal es, a nuestro juicio, el gran mérito de Paul Auster y La trilogía de Nueva York.

Paul Auster, Ciudad de cristal, Anagrama, Barcelona, 2005.

Si tú, lector, aún no has tenido la oportunidad de adentrarte en las páginas que conforman la trilogía, te envidiamos. ¡Quién fuera tú para poder leerla de nuevo por primera vez! Por eso, si todavía no lo has hecho, ¡corre! y no pierdas el tiempo con estas líneas. Sin embargo, si ya profanaste el templo que consagra su obra, quizá puedas quedarte junto a nosotros unos minutos y atender a lo que te decimos, pues, por fuerza, no se trata ahora de revivir el deleite y el placer que nos produjo su lectura. Eso quedó atrás. En este momento lo que cabe es preguntarnos por la esencia de la obra, aquello sin lo cual ésta no sería ya la misma.

Y he aquí la primera problemática que afrontar, a saber, no tomar lo contingente por lo necesario, o lo que es lo mismo, no confundir el sentido de la trilogía su desarrollo argumental― con su significado. Pues, de hecho, tal y como puede leerse al comienzo de Ciudad de cristal:

«the question is the story itself»;

esto es, «la cuestión es la historia misma», su forma, su estructura simbólica. Y para ésta, al contrario de lo que sucede con el desarrollo argumental, mantener la coherencia y la verosimilitud no es absolutamente necesario. En efecto, para modelar el posible significado de la trilogía todo es posible. Sin embargo, para el sentido no pueden existir contradicciones ni incoherencias. Cabe ―sí― insinuarlas, mas no afirmarlas. Y así, mientras que a efectos de su significado cualquier personaje de La trilogía de Nueva York puede ser el mismo que cualquier otro, a efectos de su argumento tal cosa sería un completo sin-sentido. ¿Cómo podría el coherente desarrollo argumental de la obra admitir, por ejemplo, la mutua identidad personal de cualesquiera de los tres Stillman que aparecen en ella? Detengámonos un momento y examinemos esta posibilidad.

Al igual que su homónimo americano que visita el café francés de La habitación cerrada, el Stillman de Nueva York es joven y rubio. Sin embargo, al contrario que la estigmatizada y débil marioneta que describe Ciudad de cristal, el joven de París es de constitución atlética. En cuanto al otro ―el anciano Stillman―, la edad del antiguo profesor universitario hace imposible asimilarlo con cualesquiera de los otros dos. Así pues, a efectos del argumento, es evidente e inequívoco que todos ellos son en verdad quienes dicen ser. Para el sentido interno de la historia, que no para su significado, son el azar y la contingencia quienes hacen que personajes distintos reaparezcan constantemente con el mismo nombre. ¿O acaso no nos percatamos del absurdo que conllevaría identificar al recluido Fanshawe de La habitación cerrada, a pesar de que él mismo así lo afirma, con el inexistente Henry Dark creado por Stillman en Ciudad de cristal? Dark sólo es una sombra, un fantasma... Sí ―nos dirás―, pero, ¿no es Fanshawe justamente eso?

¿Quién es entonces Fanshawe? ¡Quién es realmente! Pero también, ¿quién es Daniel Quinn? ¿El escritor metido a detective de Ciudad de cristal o el investigador privado desaparecido de La habitación cerrada? ¿Y qué decir respecto del personaje Paul Auster? ¿Es éste el desconocido detective cuyo rol asume Quinn tras la llamada o acaso se trata del Paul Auster que, como el auténtico, resulta ser escritor en Nueva York? Como vemos, la complejidad de la trama urdida por este otro Auster el que firma la trilogía, al igual que aquel libro que encontrara Borges, parece no tener final. ¿Qué relación de identidad guardan Quinn y Auster con Azul y Negro, personajes de Fantasmas, y qué relación guardan éstos, a su vez, con Fanshawe y con el narrador de La habitación cerrada? Más aún, ¿qué lugar ocupan Melville, Whitman o Cervantes en este juego de identidades? E, incluso, ¿qué lugar ocupan en él sus propios personajes literarios? Como ya hemos apuntado, responder a estas preguntas requiere distinguir entre sentido y significado, aunque, eso sí, no agotaremos con ello la riqueza semiológica de la trilogía.

Paul Auster, Fantasmas, Anagrama, Barcelona, 2004.

Si el significado de una historia es siempre algo externo y sometido a interpretación, el sentido, en cambio, es una cuestión interna, a saber, la coherencia y la consistencia de aquello que se narra. De ahí que el sentido se encuentre sometido a una serie de normas formales, las cuales, si se siguen correctamente, posibilitan la comprensión lineal y sin interrupciones de lo narrado. Ciertamente ―pongamos un ejemplo―, todo lector del Quijote es capaz de reconocer que la identidad del personaje que da título a la obra, aunque no podría ser la misma que la de cualquier otro, sí lo es, en cambio, respecto de la de Alonso Quijano. Claro está, Cervantes se cuida de no introducir en el argumento ningún sin-sentido, para lo cual nos hace entender que uno y otro son en verdad la misma persona antes y después de que la locura provocara en ella tal cambio. Ahora bien, ¿podemos intuir lo que habría sucedido si Cervantes hubiera hecho de la identidad personal de Don Quijote la misma que la de Sancho? Sin duda, tal extremo habría aniquilado la coherencia argumental de la obra, pues el sentido de una narración no puede admitir sin más la identidad entre personajes distintos. Como ya dijimos, ésta puede llegar a ser insinuada, pero, si el autor no desea escribir un relato de ficción o fantasía, tal identidad nunca debe ser afirmada. Este es, de hecho, uno de los mayores aciertos de La trilogía de Nueva York, a saber, frecuentar los límites del sin-sentido sin llegar nunca a traspasarlos. Mas, ¿cómo llega Auster a conseguirlo? ¿Cuáles son sus recursos?

El principal de los recursos narrativos empleados por Paul Auster para rondar los límites del sin-sentido y llegar a provocar en el lector esa incapacidad intelectual para asir los fundamentos del ser de la que hablamos más arriba se despliega en torno a la potencia semiológica e incluso metafísica que permanece latente en todo nombre. Sin duda, tal como sabían Bertrand Russell y el primer Wittgenstein, el nombre dice mucho acerca de la identidad, ya se trate de la identidad de un sencillo cuaderno rojo o de la identidad de una persona. El caso Stillman es concluyente en este respecto.

Perplejo ante la futilidad del metódico y extravagante comportamiento del anciano Stillman desde su llegada a Nueva York, Quinn decide finalmente acercarse a él y entablar una conversación. Sin embargo, el anciano no duda en mostrar sus reticencias inicialmente:
«It's not that I dislike strangers per se. It's just that I prefer not to speak to anyone who does not introduce himself. In order to begin, I must have a name».
«No es que me desagraden los desconocidos per se. Es sólo que prefiero no hablar con alguien que no se ha presentado. Para empezar, necesito tener un nombre».
¿Un nombre? ¿Acaso es estrictamente necesario decir cómo nos llamamos antes de iniciar una conversación? No, desde luego. Sin embargo, Stillman necesita saber el nombre de Quinn para conocer su identidad; Stillman necesita saber quién es su interlocutor antes de hablar distendidamente con él. Quinn, por supuesto, no le da la menor importancia al asunto. "Manías de un viejo senil que ya no logra razonar coherentemente", parece decirse. En caso contrario, ¿qué sentido podría tener para él la desconfianza de Stillman? ¿Acaso es Stillman un niño al que su madre le ha prohibido hablar con desconocidos? No, desde luego. Pero, entonces, ¿qué le hace actuar así?
«You see, I am in the process of inventing a new language. [...] A language that will at last say what we have to say. For our words no longer correspond to the world».
«Verá, estoy en el proceso de inventar un nuevo lenguaje. [...] Un nuevo lenguaje que al fin dirá lo que tenemos que decir. Porque nuestras palabras ya no se corresponden con el mundo».
Ante una afirmación como ésta, ¿cómo habría Quinn de tomar en serio las palabras de Stillman? ¡El anciano pretende recobrar la lengua hablada por la humanidad antes de la destrucción de la Torre de Babel! ¡Qué disparate! Y, sin embargo, si no Quinn, ¿por qué somos nosotros quienes intuimos que el viejo no es realmente lo que parece? ¿Por qué sentimos que sus palabras encierran un significado que no es el aparente? En verdad, el anciano parece defender una teoría referencialista del significado, esto es, una teoría del lenguaje según la cual cada nombre viene a significar en función de su correspondencia con la realidad una parte esencial de ella. Así, por ejemplo, el significado de la palabra "paraguas" no sería sino el objeto de la realidad que viene a denotar y con el cual mantiene una relación simétrica desde el plano del lenguaje. Por ello, de acuerdo con esta teoría, ¿cómo no habría Stillman de conceder a los nombres la importancia que realmente requieren? Los nombres son para el anciano las puertas que conducen a la esencia e identidad de las cosas y las personas.

El segundo encuentro de Daniel Quinn con Stillman presenta en lo básico la misma estructura y composición que el primero. El anciano se encuentra tomando el desayuno en un café cuando, sin previo aviso, Quinn se sienta a su lado. Ambos se miran, pero ninguno dice nada. Finalmente es Stillman quien habla:
«"Do I know you?" he asked.
"I don't think so," said Quinn. "My name is Henry Dark."
"Ah," Stillman nodded. "A man who begins with the essential. [...] Unfortunately, that's not possible, sir."
"Why not?"
"Because there is no Henry Dark."
"Well, perhaps I'm another Henry Dark. As opposed to the one who doesn't exist"».
«¿Le conozco a usted? preguntó.
No creo dijo Quinn. Me llamo Henry Dark.
Ah. Stillman asintió. Un hombre que empieza por lo esencial. [...] Desgraciadamente, eso no es posible, señor.
¿Por qué no?
Porque no hay ningún Henry Dark.
Bueno, quizá yo sea otro Henry Dark. Uno distinto del que no existe».
En efecto, Stillman sabe muy bien que Henry Dark es una ficción, un fantasma; de hecho, fue él mismo quien lo inventó años atrás. Sin embargo, aunque el sentido de la escena es aparentemente nítido ―esto es, Dark no existe, Stillman está loco y Quinn pierde el tiempo―, ¿por qué intuimos que más allá de éste existe un significado oculto que no terminamos de aferrar? ¿Por qué intuimos que la teoría referencialista defendida por Stillman es justamente la clave para entender aquello que se nos escapa como lectores? En realidad, tal es a nuestro juicio el recurso empleado por Auster, el cual no deja de insinuar a través de la trama un significado alternativo al sentido aparente, a saber, el de que cada nombre, independientemente de la persona por él denotada, remite a una misma identidad esencial. De ahí que el intelecto del lector se debata constantemente entre el sentido aparente de la historia y su significado alternativo, incapaz de asegurar quién diablos pueda ser, por ejemplo, Daniel Quinn...

...mas, para el significado, ya nos encontremos ante The Secret Mirror o La trilogía de Nueva York, no son Quingley o Quinn quienes importan, sino "quién". Y "quién", qué duda cabe, también es Paul Auster.

Paul Auster, La habitación cerrada, Anagrama, Barcelona, 2004.