miércoles, 17 de octubre de 2012

Los soberanos de justicia en la Grecia Arcaica

ADIVINOS, POETAS Y SOBERANOS DE JUSTICIA EN LA GRECIA ARCAICA
por
Peredur

Cuarta Parte
Los soberanos de justicia en la Grecia Arcaica

Viene de:
http://lotofagos-island.blogspot.com.es/2012/07/los-poetas-en-la-grecia-arcaica.html

Dejamos aquí el análisis de la figura de los poetas como maestros de Verdad y funcionarios sociales. Lo dicho hasta ahora es suficiente para hacernos comprender el papel de los poetas dentro de las sociedades antiguas; un papel que les llevó a convertirse en piezas clave para la integración de la sociedad en la naturaleza, y ello gracias a su trato privilegiado con el plano trascendente de lo sagrado. Como veremos en breve, la figura griega del soberano que todavía incorpora en su persona funciones religiosas, al igual que sucediera con el poeta, puede resultarnos más comprensible a través de la vía de acceso al Próximo Oriente que el dominio de la isla de Creta abrió a los micenios. Pues si los poetas-sacerdotes micénicos hubieron de jugar un papel preponderante en el mantenimiento de la soberanía sagrada que aseguraba el equilibrio del cosmos y de lo humano integrado en él, es muy posible que el wa-na-ka, en tanto que delegado de los dioses, asumiera a través de su comportamiento la responsabilidad última sobre la prosperidad del reino. En cualquier caso, antes de hablar de las competencias del rey en el escenario griego-micénico, parece lógico detenernos en primer lugar en el paradigma que nos ofrece el Próximo Oriente.

La figura del gobernante en los distintos Estados mesopotámicos nos es bien conocida. Gracias a las tablillas desenterradas por los arqueólogos sabemos algunos de los términos usados por los habitantes de estas ciudades-Estado para referirse a sus soberanos. Uno de los más frecuentes, ensi, nos parece sumamente revelador, pues la primera de sus dos silabas, en, era empleada a su vez para designar al sumo sacerdote de un templo. Este dato debe ayudarnos a comprender las funciones del gobernante mesopotámico, a saber, una combinación de poder personal y servidumbre, pues este no se limitaba únicamente a administrar el reino, sino que lo hacía en tanto que ejecutor de los designios divinos, lo que le convertía en un rey-sacerdote.

Son varios los casos que podemos citar como ejemplos de la función religiosa del soberano. Ya hemos aludido en este estudio al festival del año nuevo, donde se llevaban a cabo varias representaciones rituales por parte de la comunidad a través de las cuales se propiciaba la renovación de la naturaleza que traía consigo la estación de las lluvias. Pues bien, en estas representaciones el señor de la ciudad asumía un papel determinante. Tal es el caso del ritual del matrimonio sagrado, el cual es especialmente relevante para el desarrollo de este estudio, pues el gobernante, participando en él, hacia posible que la tierra volviera a florecer tras la sequía provocada por la ausencia de lluvias. Por lo demás, en este ritual se representaba la unión entre la Gran Diosa, a quien hemos de considerar como la Madre Tierra, y el dios de la fertilidad, el cual había sido encerrado en la montana-infierno y se esperaba su regreso; es decir, que había muerto, pero debía renacer. Durante el ritual la comunidad llevaba a cabo la resurrección del dios de la misma manera como la diosa, en el mito, lo había hecho; esto es, se representaba el descenso a las profundidades de la montaña donde yacía el dios y allí se le asistía. Una vez liberado, el siguiente paso en el proceso ritual de la representación era el matrimonio entre el dios y la diosa, su unión carnal, la cual implicaba la prosperidad del reino a través de la restauración de la fertilidad de los campos y del ganado.

Por lo que se refiere a la diosa, aunque desconocemos quién era la persona que adoptaba su figura, es muy posible que se tratara de una sacerdotisa del templo. Por su parte, el papel del dios sólo podía ser asumido por el propio soberano de la ciudad, el cual, en tanto que representante de la comunidad, se fusionaba con aquél haciendo posible el despertar de la naturaleza. El gobernante, por lo tanto, era exaltado por encima de cualquier otro mortal hasta el punto de alcanzar el privilegio de unirse con la Gran Diosa, pues, a pesar de tratarse de una representación, el contacto entre ambos no era puesto en duda. «Uno de los principios lógicos del pensamiento creador de mitos», escribe Thorkild Jacobsen, «es el de que la analogía y la identidad acaban por fundirse; “ser semejante” llega a confundirse con “ser”. Por lo tanto, actuando como, o representando el papel de una fuerza de la naturaleza o de un dios, el hombre podía revestirse ritualmente de estos poderes, identificándose con los dioses; y, una vez identificado de este modo, puede hacer que esas fuerzas actúen de acuerdo con sus deseos». Por ello, al fusionarse con el dios, el gobernante hacia ver a su pueblo que él tomaba parte por ellos ante los dioses, pues tan sólo cumpliendo con sus obligaciones religiosas podía hacer que su reino y su pueblo prosperaran. Es decir, si su comportamiento había sido el correcto, si el soberano había administrado la ciudad y el reino de acuerdo con la voluntad de los dioses, éstos terminarían por recompensar a la comunidad. Y así, como vamos a ver a continuación, los aciertos del gobernante, sus éxitos, eran debidos en último término a la voluntad de los dioses; lo que equivale a decir que la justicia social mesopotámica, esto es, lo que a cada uno le correspondía por su posición en el conjunto de los asuntos humanos, no era sino justicia cósmica.

Sabemos que en Mesopotamia el cosmos era tenido por un Estado dentro del cual los distintos reinos humanos venían a incluirse. Como ha mostrado Jacobsen, este Estado cósmico estaba dirigido por la asamblea ejecutiva de los dioses, donde se había dispuesto que cada uno de ellos debía asumir el control de una ciudad y ser su patrono. Sin embargo, podía suceder que alguno de los dioses solicitara a la asamblea el control temporal sobre el destino global de los asuntos humanos y que ésta aceptara delegar en él su poder; lo que venía a implicar que la ciudad de la que el dios elegido era patrono ejercería la supremacía sobre el resto de ciudades mesopotámicas. Por ello, cuando un gobernante humano hacia prosperar a su ciudad, cuando lograba imponer el orden sobre ella o cuando, trascendiendo las fronteras de ésta, se hacía con el control de otros territorios, no era el propio gobernante el que triunfaba, sino el dios de la ciudad, el cual, respaldado por la asamblea de los dioses, creía conveniente devolver a la comunidad los servicios que ésta le había prestado. Bajo esta concepción, las decisiones del gobernante podían poner en peligro el equilibrio del grupo humano, puesto que, a la manera de una ordalía, el soberano debía penetrar la voluntad divina y salir victorioso; es decir, escrutando lo oculto, debía vislumbrar la justicia cósmica, la única que al aplicarse sobre los asuntos humanos no habría de causar daños a la sociedad.

Según ha constatado Henri Frankfort, dos son los métodos a los que podía recurrir el gobernante de una ciudad para ponerse en contacto con la divinidad. El primero de ellos consistía en la interpretación de señales y agüeros de distinta naturaleza, los cuales debían ser interpretados, no ya por el propio soberano, sino por sus profetas-sacerdotes. Así, por ejemplo, «Nabonidus observó que la luna se oscurecía cierto día», mientras que «Gudea se dio cuenta de que el Tigris no crecía en Lagash». Como se puede apreciar, este tipo de interpretación de presagios se encuentra muy cerca de la habilidad inductiva que Calcante exhibe en la Ilíada, sin embargo, al contrario de lo que sucede en el escenario de la Primera Grecia, nada hay entre los adivinos mesopotámicos que denote omnisciencia, pues, tras observar el cielo o las vísceras, éstos se limitaban únicamente a comunicar al soberano la naturaleza favorable o desfavorable de los presagios, guardando silencio en lo que habría de referirse a su significado.

Por lo que se refiere al segundo de los métodos a través de los cuales el gobernante podía comunicarse con los dioses, en este caso era el propio soberano, y no ya sus agoreros, quien accedía a la voluntad trascendente a través de los sueños que la divinidad le hacía llegar. En cierto modo, se trata ésta de una forma arcaica y poco desarrollada de lo que nosotros conocemos como sueño incubatorio, el cual, si atendemos al mito del rey Minos y a la leyenda de Epiménides, muy posiblemente se dio también en el entorno minoico-micénico. Como ya hemos dicho, no cabe duda de que este tipo de sueño es incubatorio, aunque bajo una forma aún poco desarrollada en comparación como se localizará más tarde en otras culturas y sociedades, entre ellas la céltica. Por lo que se refiere a sus características, al contrario de lo que sucedía en la revelación que el dios Ishum le hizo llegar en sueños al autor del Poema de Erra, donde nada se decía acerca de si el poeta-sacerdote había propiciado él mismo la llegada del sueño revelador, en el caso del soberano parece seguro que éste debía cumplir cierto proceso ritual, el cual debía favorecer la aparición del sueño divinatorio. Según nos muestran las tablillas, el gobernante debía acudir por la noche al templo y, una vez allí, tras ofrecer sacrificios a los dioses y recitar sus plegarias, debía conciliar el sueño, a la espera de recibir las visiones enviadas por la divinidad.

Por lo tanto, no cabe duda de que el soberano mesopotámico se encontraba en mejor disposición que cualquier otro miembro de la sociedad para acceder al plano de lo sagrado donde se fijaban los destinos. ¿De qué otra manera puede interpretarse el sueño incubatorio al que el propio gobernante se exponía sino como la muestra inequívoca de su saber mántico? Por todo ello, su persona era la mejor indicada para extender la justicia divina, esto es, la justicia cósmica, sobre los asuntos humanos. Ahora bien, según ha defendido Marcel Detienne, no parece descabellado atribuir estas mismas características de la soberanía sagrada mesopotámica a aquella otra que se localiza en el escenario micénico. De hecho, entre los ancestros griegos es muy posible que la figura del wa-na-ka también gobernara la vida religiosa de la comunidad. «En apoyo de esta hipótesis», escribe Jean-Pierre Vernant, «nótese que en Grecia se ha perpetuado, hasta dentro del cuadro mismo de la ciudad, el recuerdo de una función religiosa de los reyes, y que ese recuerdo ha sobrevivido bajo una forma mítica». «A la leyenda cretense de Minos, que se somete cada nueve anos en la caverna del Ida a la prueba que tiene que renovar mediante un contacto directo con Zeus su poder real, responde en Esparta la ordalía que cada nueve años imponen los éforos a sus dos reyes, escrutando el cielo en el secreto de la noche, para leer en él si los soberanos no habrán cometido tal vez alguna falta que los descalifique para el ejercicio de la función real». De hecho, son varios los casos documentados que, siguiendo a Marcel Detienne, podríamos citar aquí como ejemplos de la pervivencia entre los griegos de la función divinatoria de la soberanía sagrada. Es cierto que Detienne fundamenta sus reflexiones principalmente sobre la figura del dios Nereo, a quien nombra como «vicario mítico del Rey de Justicia», pero, más allá de estas figuras míticas, durante la Primera Grecia el vínculo que unía la mántica con los soberanos de justicia de tipo micénico no puede ser puesto en entredicho. Por todo ello, no debe extrañarnos que Detienne incluyera en su libro a estos últimos entre los maestros de Verdad.

Henri Frankfort, Reyes y dioses, Alianza. 

Extraído de:
"El druida, el rey y la soberanía sagrada. Aspectos míticos del antiguo pensamiento céltico irlandés a través del espejo de la Primera Grecia", en Eikasía. Revista de Filosofía, año III, nº. 17, marzo de 2008.
http://www.revistadefilosofia.com/17-04.pdf